Oaxaca: amores de cantera verde y grana cochinilla

Carlos A. Peimbert Moreno

Este año recorrí con parsimonia el calendario ritual de la vieja Antequera. Joy Laville contaba, como otros tantos fuereños que se han quedado prendados de ella: “Oaxaca es vida. No hay nada igual. El color de la piedra, la vitalidad del mercado, lo soberbio de sus iglesias, las rejas y balcones, los zaguanes y callejones, las flores que se trepan por los muros, las mujeres en sus trajes de la sierra”. La han llamado la Antequera verde, por el color de sus muros que reverdecen cada año después de las lluvias. Pero si Oaxaca tuviera que ser de un solo color, sería grana, por el color que dan los insectos del nopal y que pintan paredes de iglesias, hilos de lana y dulces de maíz, canela y leche.

Iglesia de Santo Domingo. Foto: Franz Marc Frei.

Este texto es mi profesión de amor eterno hacia la muy noble y leal ciudad de Antequera y su valle y marquesado de Oaxaca. Esta tierra es repositorio de tradiciones antiguas, como el chocolate, que le ha dado tanta fama. La forma de prepararlo es un resabio de la Nueva España: se muelen en puños iguales cacao, azúcar, almendras, especias orientales, canela y clavo. Esta molienda se disuelve tanto en agua como en leche y es de rigor tomarla en el desayuno y la merienda.

 

Navidad

Desde los primeros días de diciembre se anuncia la Navidad. En los mercados principales se venden piñatas y farolitos de carrizo cubiertos con papel de China en formas de estrellas, flores y globos, que anuncian el nacimiento del niño Dios. Es común encontrar en las casas, tras rejas de hierro, esculturas de madera estofada de la Sagrada Familia. En el poblado de San Antonino se hacen Nacimientos con materiales silvestres como cortezas, musgo y flores inmortales.

Son días de verbena. En la madrugada,  el 18 de diciembre, se le cantan las mañanitas con sones, jarabes y fandangos a Nuestra Señora de La Soledad, patrona de Oaxaca. Su templo, del siglo XVII como la mayoría de las edificaciones de la ciudad, se elevó a la dignidad de basílica menor bajo el pontificado del papa Juan XXIII en 1960. El papa Juan Pablo II la visitó en su primer viaje a México. La Virgen está ataviada como viuda castellana, con incontables joyas, corona y rosario. Su imagen se reproduce lo mismo en los hermosos tapetes de aserrín coloreada que en figuras de barro negro de Coyotepec; se la encuentra en casi todos los templos de la ciudad y los oaxaqueños la llevan consigo allende su tierra.

Exposición de los rábanos en la plaza mayor. Foto del autor.

Cinco días después, en la víspera de Navidad, tiene lugar una de las celebraciones más singulares del país: la exposición de los rábanos en la plaza mayor. Antiguamente la gente acudía a esta plaza y a la contigua, llamada de cántaros o Alameda de León, para comprar los ingredientes necesarios de la cena de Nochebuena. Como la Iglesia prescribía abstenerse de carne, en el mercado se vendían pescados secos y verduras, para preparar platos como los tamales de “vigilia” (de frijol, papa o ejote bañados en mole amarillo). Con el tiempo, los vendedores usaron los rábanos del poblado de Trinidad de las Huertas, por su gran tamaño y formas curiosas, semejantes a las mandrágoras, para decorar sus puestos de carrizo y atraer a los compradores. La vigilia terminaba con la misa de gallo, de ahí la costumbre de comer romeritos y bacalao.  Éstos suelen ser de gran tamaño y tener formas insólitas, como si fueran mandrágoras. En su afán de atraer compradores, los vendedores los tallaron y usaron  para decorar sus puestos de carrizo. La talla de los rábanos cobró tanta fama que, en 1897, la municipalidad empezó a celebrar un concurso de las figuras de rábanos. Más tarde, Diego Rivera consagró esta manifestación del arte popular en su cuadro La tentación de San Antonio.

Desde entonces, la gente ha contribuido de manera entusiasta a hacer más grande el concurso. Hoy se puede participar con tres materiales. Además de los rábanos, se hacen figuras con hojas de maíz o totomoxtle y flores inmortales. Pero los rábanos mantienen su dominio. Su exposición llena dos flancos, mientras que la de totomoxtle y la de inmortales ocupan uno. Si se participa con alguna pieza de rábanos, se puede concursar en varias categorías. Incluso hay espacios y premios para que los niños expongan sus trabajos y así la tradición continúe. En 2015, las piezas galardonadas fueron una banda de música mixe de rábanos, un busto tallado de Porfirio Díaz, una fiesta de calacas hecha de totomoxtle y figuras de mujeres tejidas con flor inmortal.

La noche de navidad. Foto del autor.

La exposición dura un par de horas. Los tenderetes se instalan en la mañana del 23 de diciembre y se abren al público alrededor de las cinco de la tarde. La fila es larga, se confunde con el gentío que crece conforme se pone el sol. Puede tomar un par de horas entrar y recorrer el mercadillo. Por la noche, habrán desfilado al menos un ciento de miles de visitantes, entre ellos el gobernador y el alcalde. Además de admirar los trabajos, los paseantes compran algunas de las piezas que se exhiben. Los precios suelen ser razonables y compensan el esfuerzo de meses de las familias participantes. Las luces eléctricas multicolores convergen en el quiosco de la plaza.

Tengo antojo de los buñuelos que abundan en las calles en esta temporada. Son muy ricos los que se sirven en el atrio de La Soledad. Los buñuelos, frutas de la cazuela, se sirven en un platito de barro, sumergido en miel de piloncillo, guayaba y anís con azúcar rosa espolvoreada. Cuando no quedan más que morusas, pido un deseo y aviento el plato hacia atrás como signo de buena fortuna. Al estrellarse con el piso, el plato se quiebra en varios trozos que se añaden a los de otros golosos. En el cielo nocturno de invierno el cinturón de Orión se ve claro; recuerdo cuando en las estrellas veía a los Reyes magos.

 

Viernes de Dolores

En Oaxaca, al cuarto viernes de Cuaresma se le llama de Samaritana. En este día se evoca el pasaje bíblico donde una mujer de un pueblo de Samaria da de beber a Jesús del viejo pozo de Síquem. En conmemoración, casas, iglesias y negocios regalan aguas frescas de horchata con tuna –así llaman a la tuna roja o pitahaya–, trozos de melón, nuez picada y pétalos de buganvilia. También hay de chilacayota, de flor de jamaica y limón con chía.

Al sexto viernes de Cuaresma se le conoce como de Dolores porque se recuerdan los siete dolores que sufrió la Virgen María, devoción popular que surgió durante el Medioevo; la profecía de Simeón, la huida a Egipto, la pérdida del Niño Jesús en el templo, el encuentro en el camino del Calvario, la crucifixión de Jesús, el descendimiento de la cruz y el entierro de Jesús. Para consolarla de estas aflicciones, en Oaxaca se acostumbra montar altares a la Virgen. Fue así como, una mañana de marzo, acudí al barrio de Xochimilco para visitar el altar que pone una de sus más fieles devotas, la señora Emy Colmenares, en su casa. Emy me explicó que los altares deben tener elementos comunes: toronjas picadas con banderitas doradas, representando la amargura en el corazón de María; yerbas como álamo, romero, trébol, albahaca y laurel, que dan verdor y frescura, perfuman el espacio y recuerdan el cuerpo de Cristo embalsamado; coronas de cucharilla, una cactácea endémica, que representan la corona de espinas; germinados de trigo, chía, lenteja y alpiste en cuencos de arcilla porosa y en figuritas de borregos y carneros que se preparan desde Samaritana, así como lámparas de aceite teñido con colorantes vegetales verde, morado y amarillo. Emy dice que es una muestra de piedad particular que comparte con los paseantes, quienes admiran cada año su altar al asomarse por la ventana de hierro forjado.

Altar a la Virgen María. Foto del autor.

En este día la gente también obsequia aguas frescas, como en Samaritana, pero éstas adquieren un significado nuevo: representan las lágrimas de María, dulces a diferencia de las nuestras. Aunque se trata de una tradición que estuvo a punto de desaparecer, la sensibilidad de la gente como la señora Emy ha sido fundamental para recuperarla. Este día, según la señora Natalia, oriunda de Ocotlán, se comen chiles rellenos y bocadillos de papa; nada de carne.

Me entusiasma que haya jóvenes que ayudan a preservar la memoria de estas tradiciones, como Freddy Bolaños, quien instala un altar en la librería Gráñen Porrúa cada año. Freddy es un artista que armoniza lo estético con lo espiritual. A partir del mediodía y por la madrugada, el bullicio se instala afuera de la librería, en la calle Macedonio Alcalá, donde llegan las chinas oaxaqueñas a llevarle flores a la Virgen, además toca la banda de viento y se encienden cohetes. La fiesta cumple: la Virgen habrá de olvidarse momentáneamente de sus aflicciones.

Freddy me lleva a conocer la obra del pintor Rodolfo Morales en Ocotlán, de donde el artista es oriundo. Al pasar por San Antonino, admiramos los tapetes monumentales dedicados a la Virgen de Juquila que se ponen en los cerros. Después llegamos a Ocotlán. Originalmente los muros de sus casas principales e iglesias eran sobrios, pero Morales quiso pintarlas de colores como si en lugar de cantera verde se tratara de argamasa.

Toronjas picadas con banderitas doradas, representando la amargura en el corazón de María; yerbas como álamo, romero, trébol, albahaca y laurel, que dan verdor y frescura, perfuman el espacio y recuerdan el cuerpo de Cristo embalsamado entre otros elementos que conforman los altares. Foto del autor.

La casa del pintor está en la plaza principal del pueblo. En la entrada, después del zaguán –donde hasta la fecha los vecinos se guarecen de las inclemencias del tiempo– y tras las rejas, el maestro montaba su hermoso altar de Dolores. Además de los elementos característicos que me había mostrado Emy, el altar del pintor tenía varias esferas de colores plateados –Freddy me dijo que son tradicionales de Guanajuato y Guadalajara– , así como flores de maguey con sus quiotes.

Ese mismo día, el maestro Morales organizaba un huateque al que oriundos y fuereños eran convidados. Música, bebida y baile. Su sobrina continúa estos festejos en su memoria. Si uno llega a Ocotlán el viernes anterior a la Semana Santa, está invitado a participar en el lienzo póstumo en el que se transforma la morada del artista.

 

Todos Santos

En la fiesta de Todos Santos, en el valle de Oaxaca, se esparce el aroma del pan desde las villas de Mitla y de Zaachila. En sus panaderías se hornea el pan de yema, espolvoreado con ajonjolí, que se decora con hermosas figuras florales de azúcar y con caritas de angelitos, ánimas, santos y esqueletos. Este pan se coloca en la mesa de los santos, rodeada por velas de cera virgen.

Pan de yema decorado. Foto del autor.

Cada vez que vengo a Oaxaca, después de una noche atribulada en la carretera, voy en busca de un tamal de mole negro o amarillo de Domitila, a la entrada de uno de los dos mercados centrales. Creo que vuelvo a la ciudad más por glotonería que por superstición. En el mercado compro artículos para la fiesta. Las flores de cempasúchil o caléndulas, más pequeñas, apretadas y gorditas que las de Atlixco. Las caritas de masa muerta para el pan, entierritos de cartón y garbanzo, calaquitas vestidas de tul rosa y con pelo de algodón. Mañana iré a Abastos por unos sahumerios verdes de tres pies y quizá por más flores y yerbas. Cuando he tenido tiempo, me he ido incluso hasta Ejutla, a comprar bombones, dulces de licor con figuras de arpas, vihuelas y ánimas, receta de las monjas concepcionistas.

Al salir del mercado, me voy a dar la vuelta. Este año no hubo tapetes de arena y aserrín en el atrio de La Soledad. Aunque los tapetes se hacen para exhibirse, en general se ponen en la ofrenda doméstica para quienes murieron ese año. Es el último sábado de octubre y es la última procesión solemne de la Virgen del Rosario por las calles de la ciudad.

Flores de cempasúchil o caléndulas. Foto del autor.

Una amiga me recomienda visitar el panteón de Atzompa en la víspera de Todos Santos. Atzompa es un pueblito por el camino de Monte Albán. Tiene merecida fama su alfarería vidriada que se reconoce lo mismo en una cazuela que en una sirena. A su panteón hay que llegar pasada la medianoche. Está en una ladera y es pequeño y estrecho. Las luces de las velas se confunden en el horizonte con las de los focos que alumbran las casitas. Una banda toca frente al portal donde están las autoridades municipales. Todo el pueblo parece congregarse ante las tumbas de sus difuntos. Hay algunas abandonadas. Los visitantes las pisan con frecuencia, y son funcionales, pues facilitan el tránsito. Entre ellos, los extranjeros son quienes parecen más confundidos, tienen cara de querer aparentar un propósito para justificar su interrupción en ceremonias ajenas.

Son las tres de la mañana. El río de gente se arremolina para entrar al camposanto. Una mujer de ochenta años llega sola y de prisa. Se tapa con un rebozo rojo y carga con una mano una silla baja de madera y, en la otra, una bolsa en la que trae flores de terciopelo rojo y ceras con listones rojos y azules metálicos. Estoy sentado al lado de una familia numerosa que me ofrece café y mezcal. Acepto los dos, y el dulzor de la panela me reconforta. En el camposanto se comparten las viandas. Ahora pruebo el mezcal con ruda. Espero amargo el sorbo, pero sorprendentemente no lo es.

Altar del día de Todos Santos. Foto del autor.

Son las cuatro y media de la mañana. Hay menos gente en la entrada y los extranjeros se han ido. El pueblo dejó en pie la antigua puerta del camposanto. Y es que tuvo que crecer pues la gente se siguió muriendo. En el horizonte, el cielo cambia su manto negro por uno azul marino que se aclara conforme pasan los minutos. Se vuelven más nítidas las siluetas. La luz de los primeros rayos del amanecer permite retratar la velación en todo su esplendor. Son las seis. Tañen las campanas, llaman a misa. Los deudos se levantan, recogen las ceras, dejan las flores. Es domingo, día de Todos Santos. Habrá que dirigirse a San Agustín Etla para seguir la fiesta con las comparsas…

Con la prisa del retorno a la Ciudad de México, cierro con dificultad la maleta roja que me ha acompañado en los últimos años. Los recuerdos prolongarán en otro lugar lo que aquí he vivido. Los frijoles, la hierbasanta, el quesillo, los chiles, los nicuatoles, los mezcales y los moles para compartir a otros los fogones oaxaqueños. Los farolitos, los germinados y los entierritos, pequeños trozos del espíritu popular para atesorar en el corazón. Oaxaca sola reúne la serenidad del equilibrio armónico y la curiosidad de lo insólito. Persia americana, tierra de arcilla vieja, pueblo de cantera antigua, hechiza al conquistador y lo vuelve conquistado. Terminaré este recuento como Manuel Toussaint terminó el suyo sobre Tasco: “Este escrito sólo encierra fantasías literarias”.

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Carlos A. Peimbert Moreno, ganador del segundo lugar en el Premio Universitario de Ensayo “Miguel León-Portilla” con este ensayo. Carlos Peimbert es licenciado en Relaciones Internacionales por El Colegio de México, maestro en Diplomacia y Relaciones Internacionales por la Universidad Complutense de Madrid, con estudios de licenciatura inconclusos en Ciencias Políticas y Administración Pública por la Universidad Nacional Autónoma de México. Pensionario extranjero de la Escuela Normal Superior de París y  becario de la Fundación Carolina del Reino de España. Seis años de experiencia en el gobierno nacional de México en la Secretaría de Relaciones Exteriores y en la Secretaría de Educación Pública. Voluntario en el Museo de Arte Popular de la ciudad de México.

 

 

 


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