Claudia Canales

Siempre he observado sus manos, desde que era niña. Asperezas que ocultaban suavidades, grietas sin abismos, blandura oscura. Abrían el puño y asomaba la vida, lo cerraban y daba un vuelco el corazón. Se deslizaban diestras sobre la mala semilla para hacerla a un lado y apilaban las buenas en un montecito, en un cerro: hasta en una montaña cargada de reminiscencias. Y también estaba la ropa, el pescado seco, las tunas y los aguacates dispuestos por sus manos para formar una pirámide, tal vez un templo. Qué familiares los pliegues de sus nudillos, sus lunas dibujadas a punto del alba, sus muñecas poderosas. Las miraba entonces y aún las miro, envidiosa de lo que saben hacer. Anudan la bolsa de la compra en forma inextricable, con una sola mano, me parece. El suyo es un nudo diferente, imposible para mí de atar o desatar: verdaderamente misterioso.

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Ninguna mazorca es igual a otra, ningún bordado; ningún trazo del mismo pincel.

—Deme otro como éste.
—Téngalo.
—Pero es distinto, marchanta; yo quiero otro igualito.

—Sí, pero no hay.
—¿Y si se lo mando hacer?
—No sale lo mismo, medio parecido nomás.
—¿Por qué?
—Es que vienen según la lana, que sale como va pidiendo.
—¿Y cómo pide la lana, marchanta?
—Pues así mismo: ella pide, es la que manda, por eso no hay iguales.

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Cristina, la de Juchitán, me tiende el lazo. Delgado y firme como los hilos de su hamaca, ese lazo invita a la complicidad. Empieza en su mirada, casi a punto del desafío, y llega hasta la parte más íntima del mutuo reconocimiento, de aquello que me acerca a ella por encima de toda diferencia. Es la manera como se apoya, confiada en la solidez de su brazo y en la certeza de su poder. A sus anchas en su propio cuerpo, sabedora de los alcances de su piel, Cristina oculta y exhibe su secreto. Yo lo descifro desde la primera vez: plenitud femenina entre el pudor y el atrevimiento, marea de erotismo que la mece como otra hamaca.

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Encontrarse en un libro, converger por extraños caminos en una página, ¿será motivo de una misma alegría? ¿Qué otra cosa las hermana además de las recias encías y los dientes parejitos, además de su añeja presencia en esta tierra americana? Sin duda el tocado minucioso, el colorido de sus cuentas y el brillo de sus oros. Un júbilo momentáneo, un júbilo a pesar de todo; distensión del agobio cotidiano, del maltrato tenaz y el apuro de las carencias. Qué lejanas parecen aquí, en las imágenes de estas dos mujeres, la parsimonia ritual y la gravedad de las deidades, la palabra ancestral y el adjetivo grandioso. El día de jolgorio se estrenan listones, se lava el refajo, se lucen las prendas. Y se olvida una del antes y el después; como si por unas horas no sucediera.

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Al paso de los años el trabajo de Rafael Doníz ha configurado un atlas. Su recopilación de rostros, actitudes y atuendos no es un vademécum etnográfico al que se aplica la lupa del experto. Este universo de mujeres es de otra índole: a medio camino entre la mirada sistemática y el dictado del corazón. De ahí que en ciertos momentos parezca un álbum de bellezas y en otros un memorial del expolio.

Al detenerse en lo más tangible —acaso lo único dable a la cámara—, al recrearse en las telas, los cabellos y la tez, el fotógrafo intuye una vía de acceso hacia aquello que está más allá de la superficie. Para él, entonces, el llamado México profundo está a flor de piel, tangible en su suavidad y su dureza, con múltiples texturas. Lejos de la identidad reticente y soterrada descrita hace algunas décadas, ese México sigue ocupando el espacio principal, casi un lugar común: el de la resistencia. El atlas prodigioso convertido todo en zona de guerra; abierta o sorda, de alta o baja intensidad, como quiera llamársele, pero guerra al fin. Guerra sin fin. Una en la que los contendientes no son ya tan fáciles de distinguir como antaño y las mujeres son un mero botín de guerra, como siempre. El enemigo acecha en las ciudades y en el campo, en el bosque y la milpa, en los caminos y en el llano. Casi cada territorio del país es hoy un reguero de sangre.

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Distintas fuerzas atraen a su órbita a estas imágenes: la antropológica, la artística, la documental… Una hibridación de intenciones y registros parece dirigir a la cámara de Doníz. Como discípulo de Manuel Álvarez Bravo, apegado a Mariana Yampolsky, próximo a Francisco Toledo, hermano del alma de Jesús Sánchez Uribe, Lourdes Grobet, Antonio Turok y tantos otros colegas del gremio fotográfico, Rafael oscila entre el propósito testimonial y la voluntad estética, pero es ésta última la que se impone. Su mirada apunta al detalle precioso, la actitud franca y el gesto seductor por encima de la crueldad de la pobreza y la violencia latente.

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Los retratos de estas mujeres –pues casi todos son eso, auténticos retratos— están exentos de agresividad; tanto de aquella que implica por sí solo todo acto fotográfico, como de una más temible y feroz: la ira abierta o contenida de ellas, las protagonistas, que asoma sólo en casos como La lucha sigue y sigue (1980) o Mujer bragada (1970), sugerentes de aspectos de la vida muy distantes del telar y el fogón, indicios ambas de una beligerancia más bien infrecuente en las fotografías de este género. Con sutiles evocaciones a imágenes clásicas del repertorio mexicano e insertas casi al final del volumen, podría pensarse que anuncian apenas un nuevo capítulo, la otra cara de estos rostros benévolos y felices; rostros más allá del bien y del mal, como quien dijera.

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Las imágenes pueden contar muchas historias, colectivas o individuales, repetidas o inéditas. Y si no las cuentan completas, de principio a fin, como sucede con muchas de este libro, las sugieren, las convocan, remiten a otras ya familiares o conocidas de oídas; soñadas acaso. En la obra publicada de Doníz trazan itinerarios que son por sí mismos una historia; presencia reiterada de un grupo o separación de un conjunto, repetición o unicidad: bitácora del gusto e inquietudes del autor.

Los relatos más frecuentes hablan del trabajo artesanal o la faena diaria por la supervivencia, indisociables uno de la otra, ya que ¿quién trae la leña y prende el fuego para la quema de los tepalcates?, ¿quién porta en la cabeza el hato de ropa para lavarlo en el río? Descansar haciendo adobes suele ser la vida de las mujeres en el campo mexicano, ya en caseríos perdidos entre las cimas o en palmares aislados de la costa, ya en villorios olvidados por la alcaldía o pueblitos que reviven cada semana con el bullicio del tianguis.

¿Qué tienen en común mujeres de geografías tan diversas, de paisajes tan distintos? El trabajo. Desde el amanecer hasta ya entrada la noche: aferrando los puños, metiendo el hombro, haciendo equilibrios, apretando los dientes, rompiéndose los pies, quebrando la cadera para cargar al niño y con el otro brazo el cubo de agua. Sudando la gota gorda, como se dice. Eso tienen en común.

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Hay una gran cercanía en todo esto: abundancia de planos cortos que dejan percibir hasta la urdimbre del rebozo y que sugieren la proximidad del fotógrafo hacia sus modelos, muchas de ellas posando para la cámara con inocente coquetería o el orgullo manifiesto por la enagua nueva y la trenza engalanada. La feminidad aflora en atuendos y accesorios festivos a los que el fotógrafo se acerca cuidadoso, otorgando a listones, encajes y bordados la importancia que merecen durante los días de guardar. ¿Acudirá a las comunidades atraído por las fechas ceremoniales, o simplemente tiene la suerte de quien persiste, de quien regresa muchas veces, del que se enamora?

Con fascinación vuelve y se aproxima; se engolosina hasta el grado de reencuadrar de entre los corrillos del mujerío una fisonomía específica para que emerja desprovista de cualquier posible interferencia. Quedan fuera el entorno y el paisaje, pero éste es el que imbuye a los rostros sus rasgos más profundos. Planicies y hondonadas, sequías y lluvias, la manera en que pega el viento al avanzar el año y el movimiento de las sombras que empuja el sol. Son gente que se debe a la tierra y cuya vida transcurre apartada del trasiego urbano; advierte inquieta cómo merma el bosque y se enturbia el río, cómo hasta el morro de las vacas va cambiando de color. Atenta a las señales del subsuelo defiende con ahínco lo que le pertenece, a sabiendas de que cualquier madrugada habrá que salir huyendo sabe Dios dónde. Los taladores, los caciques, los soldados, los narcos, los fuereños… la lista de los enemigos crece.

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—Si la flor sale descolorida, quiere decir que el invierno viene largo, largo y con helada; pero si viene encendida, no tanto.

—¿Y eso es bueno para el nopal?

—Mmm… ni bueno ni malo, porque el nopal se acostumbra a todo. Mire cómo crecen las pencas tiernitas: mero donde se siembran, donde cae.

—¿No necesitan nada?

—Pues echar raíz nomás, y sol, harto sol.

—¿Y si llueve mucho?

—Les gusta el agüita, claro que sí, pero si no cae, ellas aguantan. Hasta dan su flor, dan la tuna y la flor. No les importa. Claro que si llueve les gusta más, y echan la tuna bien carnosita. Luego luego se ve.

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Primero aparecen de espaldas: cuatro, cinco, ocho, trece… hasta que de pronto una de ellas gira el torso y enfrenta a la cámara, rompe la distancia que establece la mirada desde atrás y con ese gesto reclama ser nombrada toda, escrita toda por la impresión de la luz. El retrato de espaldas es la silueta esbelta o achatada, la ropa con pliegues y arrugas, el gesto corporal suspendido en pleno movimiento. El retrato de espaldas es también una forma de anonimato: mirar sin ser visto; ser vista sin advertirlo; voltear para otro lado con plena conciencia; un poco espionaje y un poco adoración, a medio camino entre la ingenuidad por el hallazgo fortuito y la astucia del que sabe que va a salir a su encuentro. O más aún: la astucia de la que se sabe vista y finge no saberlo. Como esa joven de talle ondulante que seca sus cabellos al sol o aquella mujer que se afana en desenredar los suyos con un peine encajado en la nuca igual que un instrumento de trabajo.

Cestos, jícaras, romanas, costales, huzos, palas, pero también peines, flores, moños, collares, filigranas… Y por supuesto los animales: guajalotes y gallinas, patos, conejos e iguanas que apenas asoman aquí, pero que forman parte del sustento y la alegría de la vida diaria. Hay que cuidarlos también, los inocentes, apegados a las enaguas mujeriles con la querencia propia de los desvalidos.

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Me hechiza el nudo que no puedo imitar, como aprendido de saberes arcanos, de habilidades que me están vedadas, propio de una naturalidad de la que acaso carezco. Es todo eso lo que me regresa a él. Igual que el cántaro al río, y Doníz a las comunidades, mi mano vuelve a esa trabazón indiscernible, como si de ella dependiera mi propia solidez. Y seguramente así es.

 

Mujeres del México profundo


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