Erótica Náhuatl de Miguel León-Portilla, una invitación a su lectura

Mario Humberto Ruz

En una expresión tan poética como trágica, contundente y reveladora, asentaron los escribas mayas coloniales que nos legaron el Chilam Balam de Chumayel: “Castrar al sol, eso vinieron a hacer aquí los extranjeros”. Bien podría pensarse que, a resultas de tal castración, varias facetas del prisma cultural mesoamericano quedaron desde entonces eclipsadas, soterradas, y otras más hubieron de ocultarse en el arcón de las cotidianidades veladas. Sin duda una de tales facetas, entre las más importantes, fue la sensualidad y aquella relacionada con el erotismo.

En su libro más reciente, el gran maestro Miguel León-Portilla nos permite entrever el interior, no de la caja de Pandora, sino del arcón de Afrodita o, mejor dicho, de sus contrapartes Xochiquetzal y Tlazoltéotl pues, en el universo nahua, ese arcón tiene dos compartimentos, con dos sagradas patronas. Junto con Xochipilli, a la primera se le consideraba divinidad del amor y las flores, mientras que la segunda era tenida por diosa del placer sensual y la voluptuosidad. De allí que en tanto Xochiquetzal protegía a embarazadas y parteras, Tlazoltéotl acogía bajo su patronazgo a las tlatlamianime, las “alegradoras”, así como a quienes tenían relaciones sexuales ilícitas, actividades que por principio no estaban relacionadas con la fecundidad.

  Interiores del libro: Afrodita y Tlazoltéotl

El arcón que abre este original y particularmente gozoso libro de don Miguel,  cuyo texto se ofrece en versión bilingüe, nos permite atisbar en esas corolas abiertas de quienes se tornan dueños de la mitad de la noche, cuando llega Tlazoltéotl, como lo describe el espléndido fragmento del “Himno de Atamalcualoyan” que inicia declarando: Flores es mi corazón,  Xochitl noyolo…

Flores es mi corazón: la corola está abierta,
Es dueño de la mitad de la noche.
Ya llegó nuestra madre, ya llegó Tlazoltéotl.
¿Acaso ya se tiende el príncipe joven
en la casa de la noche, en la casa de la noche?
El acostador, el acostador se acuesta:
ya con mi mano a la mujer hago dar vueltas,
ya soy el acostador (p.106).[1]

Y si nuestra madre Tlazoltéotl gusta de regalarnos con su visita a la mitad de la noche, no es la única hora para encontrarse con la también denominada Ixcuinan y Tlaelcuani, “Madre que se adueña del rostro” pues, como bien nos recuerda León-Portilla, recurriendo al Códice florentino, se le llamaba “devoradora de inmundicias”:

Dizque porque ante su rostro se decía, ante ella se contaba toda vanidad… todas las acciones de la carne, por muy espantosas que fueran, por muy depravadas, nada se escondía por vergüenza (…). Se decía que el polvo y la basura, las obras de la carne, Tlazoltéotl las provocaba, las encendía, Tlazoltéotl las fomentaba. Y solamente ella descargaba, ella purificaba, aliviaba; ella lavaba, bañaba, en sus manos estaban las aguas, las de color verde, las de color amarillo. Ante ella se conocía el corazón, ante su rostro se purificaba el corazón de la gente (página 103).

Trío náhuatl. D.R. ©Joel Rendón, 2018.

En este libro-baúl, que al abrirse desparrama hojas de texto plagadas de juegos carnales y vanidades cuidadosamente elegidas por el maestro, y sugerentes y muy atractivos grabados de Joel Rendón, figura la famosa historia del Tohuenyo: el dios hechicero Titlacahuan Tezcatlipoca quien, tras tomar “rostro y figura” de comerciante huasteco, se puso a vender chiles en el mercado de Tula, sin braguero, “andando nomás desnudo, colgándole la cosa”, “metiéndole el ansia” a la hija de Huémac —se apunta que la requerían muchos toltecas porque “estaba muy buena”[2] — y, tras contemplarlo, ella cayó enferma, “como sintiéndose pobre del pájaro del Tohuenyo”. No sanaría hasta cohabitar con él —eso sí, previamente enviado a bañar, ungir, cortar el cabello y vestir. Habiéndolo hecho, “al momento sanó la mujer”.

De que el deseo no es sólo cosa de jóvenes, lo muestra otra historia; aquellas de las dos ancianas calificadas como libidinosas que, tras ser sorprendidas a punto de cometer adulterio con unos jovencitos, fueron interrogadas por Nezahualcóyotl (1402-1472) sobre si todavía deseaban “las cosas de la carne” como cuando eran jóvenes:

Señoras nuestras,
¿qué es lo que se oye?,
¿qué es lo que me hacen saber?
¿acaso todavía desean las cosas de la carne?
¿No están ya satisfechas,
estando como están? (página 93)

Respondieron que, a diferencia de los hombres ya viejos que “sienten desgana de la carne, porque los abandonó ya la potencia, se gastó todo de prisa y ya no queda nada”. Las mujeres jamás se cansaban porque “hay en nosotras como una cueva, un barranco. Sólo espera… porque su oficio es recibir” (página 95).

Aún hoy, como si se hicieran eco de esa antigua concepción mesoamericana, en el lenguaje ritual jocoso que emplean los tsotsiles de Chamula durante el Carnaval, se estilan eufemismos como hoyo, cueva  y lugar  por vagina; hueso  y músculo  por pene, y se recita:

¡Estírate, hueso! ¡Estírate, músculo!
¡Recuerda tu lugar, hueso!  ¡Recuerda tu lugar, músculo!
¡No dejes tu cueva, músculo! ¡No dejes tu cueva vacía, hueso! (Victoria Reifler, página 42).

El tono es imperativo, como si alentase a una batalla. Y en ese sentido, no pude dejar de recordar que en el primer diccionario tzeltal que poseemos, escrito por fray Domingo de Ara hacia 1560, vemos aparecer a las celestinas bajo el nombre de yhcoghel, lo que se traduce como las que llamaban, literalmente, “para la batalla”.  Pero aparece asimismo otro apelativo: ghmonoghel, compuesto por la voz mon, “traer en brazos, como la madre al hijo”, y en la entrada “sosegar”, se nos advierte que qmon vale por lo mismo que yhcoghon, “llamar, como la alcahueta, para pecar”. Batalla y sosiego, expresivo binomio del amor carnal (Mario Ruz, página 171).

Es a esas deseables batallas a las que se refiere el “Chalca cihuacicatl” o “El canto de las mujeres de Chalco”, “canto de primores, burlas y cosquilleos”, asienta Miguel, que el poeta Aquiahuatzin, nativo de Amecameca (c. 1430 – c. 1490), pone en boca de las féminas de Chalco, las cuales desafían al tlatoani Axayácatl a una lucha donde sólo podrá vencer si está bien dotado sexualmente. Según la tradición el canto agradó en tal forma al señor de Tenochtitlan desde que lo escuchó en su palacio, en boca de un chalca el año 13 Caña (1479), que se puso a bailar. Agradecido, colmó de regalos al cantor: tilmas, sandalias con turquesas, cacao, plumas de quetzal. Y, aún más, asienta el cronista Chimalpahin, “hizo propiedad suya este canto. Cuando deseaba alegrarse, siempre lo hacía cantar” (página 49).

El poético asedio erótico se extiende a lo largo de siete partes que el lector podrá ir descubriendo conforme se adentre en el campo de batalla en que se transforma el libro. Señalo apenas que inicia con una invitación a las mujeres para ir a buscar ciertas flores, “del agua y del fuego”, in atl, tlachinolli, flores del escudo que evocan la guerra, y continúa con el reto al “pequeño Axayácatl” para ver si es capaz de hacer que “se yerga lo que me hace mujer”, y que lo haga poco a poco, en son de acometida y retirada como corresponde a una verdadera batalla: “Pero no, no, todavía no desflores, compañerito”.  Compañero en el lecho, entretejido y circundado de flores, el tlatoani es invitado al retozo sobre la estera preciosa, mientras la guerrera, “con flores color de ave de fuego”, hace resonar su vientre y se ofrenda al perforador.

Xolotzin, “Compañerito, niñito mío, tú, Señor, pequeño Axayácatl, vamos a estar juntos, a mi lado acomódate, haz hablar tu ser de hombre. Sabrosa es tu semilla, tú mismo eres sabroso. Revuélveme como masa de maíz […] ¿Acaso no eres un águila, un ocelote? ¿Tú no te nombras así, niñito mío. “Tal vez así lo quiere tu corazón, así, poco a poco, cansémonos. […]  Tengamos placer en tu estera de flores, en donde tú existes, compañero pequeño, poco a poco entrégate al sueño, queda tranquilo, niñito mío, tú, señor Axayácatl”  (páginas 53-77).

De que “el juguetón Eros”, al que alude León-Portilla, igual se regodea en lechos griegos y latinos que en esteras con plumaje de quetzal o en simples petates de tule, nos lo mostraría a las claras una revisión atenta de conceptos y prácticas mesoamericanas antiguas y actuales. Imposible detenerse en ello, pero a manera de ejemplo, y ya que en el poema “Cococuicatl” o “Canto de tórtolas”, donde hablan las alegradoras, se alude a “Champotzin, mujer otomí”, me permito recordar que los otomíes de hoy conciben la energía necesaria para la reproducción del universo como polarizada en forma de dos entidades complementarias, masculina y femenina, lo que explica en buena medida, según Jacques Galinier, la sexualización y la erotización generalizadas que caracterizan su forma de entender el universo: una vasta alegoría centrada sobre el tema de la fertilidad cósmica, que se vierte incluso en el idioma. Por algo los labios mayores son denominados boca o labios sagrados; el clítoris, eminencia sagrada; la sangre menstrual, sangre de la luna. La piel se entiende como una especie de envoltura, concha o corteza, que envuelve la fuerza vital, por lo que su “degeneración” anticipa el resurgimiento de lo vivo, como el prepucio arrugado antes de la erección. El pene, a su vez, es considerado una analogía cultural del hombre. Al igual que el individuo tiene un ciclo de vida,  crecimiento, clímax y decadencia; sin la erección es como un niño. Durante el acto sexual llega al apogeo y a la muerte, y tras el coito prefigura al antepasado primordial: envejecido, ajado, agotado (Galinier, página 189).

Querellas de amor. D.R. ©Joel Rendón, 2018.

Ahora bien, apunta León-Portilla, ya desde las primeras líneas de la presentación, que en la vida y el arte de las culturas indígenas se ha echado de menos “la presencia de temas eróticos. Como si la rígida moral de los indios –en este caso de los nahuas— les hubiera vuelto imposible encontrar en el amor y en el sexo, temas de inspiración y regocijo”.

En ese sentido, los textos de este libro desdicen tal aseveración como acota Miguel, y se afirma que el deleite sexual era concebido como uno de los dones de los dioses. En los huehuetlatolli, breves discursos que los nahuas prehispánicos endilgaban a sus hijos para instruirlos y formarlos, se habla directamente de esto:

Oye bien, hija mía, niña mía: no es un lugar agradable la tierra [… pero] para que no estemos viviendo en lloros por siempre, para que no fenezcamos de tristeza los hombres, él, Nuestro Señor, se dignó darnos la risa, el sueño y nuestro sustento, nuestra fuerza, nuestro brío. Y esto más: lo terrenal (el sexo), para que sea la reproducción. Todo esto embriaga la vida sobre la tierra para que nadie ande llorando (López Austin, página 276).

En otros huehuetlatolli, se transparenta que la cultura nahua poseía reglas y preceptos relativos al ejercicio de la sexualidad que ponderaban, por ejemplo el valor de la templanza y la discreción, como aquel que advierte al mancebo: “Aunque tengas apetito de comer resístete, resiste a tu corazón hasta que ya seas hombre perfecto y recio; mira que el maguey si lo abren de pequeño para quitarle la miel, ni tiene sustancia ni da miel, sino piérdese”. No en balde textos como éstos fueron apreciados y rescatados por los evangelizadores

El ejercito del Tohuenyo. D.R. ©Joel Rendón, 2017.

Sea como fuere, es claro que si su origen divino lo marca el mito, la lingüística hace obvia la naturaleza terrena del sexo: tlaltipacáyotl, “lo que pertenece a la superficie de la tierra”, de donde se deduce que ser de naturaleza divina y grato no lo hacían absolutamente perfecto y limpio. Se consideraba que liberaba fuerzas de impureza dañinas y mancilladoras, si bien lo que se entendía por “impuro” variaba según el estrato social, el sexo y el estado civil. Por ejemplo, se permitía mayor libertad a los plebeyos, quienes quedaban así como disolutos e incapaces de gobernarse. Además se consideraba que la fornicación disminuía la fuerza del tonalli, del cual dependía en buena medida el poder del gobierno. Por otra parte, no se consideraba adulterio la cópula del casado con una soltera, pero sí la de soltero o casado con mujer casada —castigado con la muerte—, muestra de que no se buscaba tanto, en este sentido, defender la integridad del hogar sino el derecho del marido sobre la vida sexual de su mujer (López Austin).[3]

La necesidad de mantener el equilibrio poblacional, en continuo peligro por la muerte de hombres en batalla y mujeres en parto, se traduce en la insistencia en la monogamia, el repudio al aborto (castigado con la muerte), a las mujeres estériles, al celibato y la separación, a la homosexualidad, a las mujeres disolutas, las alcahuetas y la prostituta, considerada como “muerta” al igual que la adúltera. De hecho, todos estos últimos se conceptuaban como seres que habían perdido la condición humana, y se recurría a la amenaza de enfermedades buscando encauzar la sexualidad del pueblo (López Austin).[4]

Pero, encauzada o no, la sexualidad y el erotismo, vueltos poema, se cantaban. Nos enteramos en este libro: Tlaltonayan atla ca tempan… “Donde calienta la tierra, en la orilla del agua, han venido a erguirse las flores, donde están los juncos, toca la flauta. Yo, pájaro precioso, en las manos de alguien vivo, sólo soy mujer”. “Yo mujer vagina preciosa, mi corazón entrelaza a las flores de cascabel”.

Chiles rellenos. D.R. ©Joel Rendón, 2017.

Las múltiples maneras en que este entrelazar de flores y cascabeles hubieron de cambiar de tono, ritmo y partitura. Pasó de canto a voz en cuello a convertirse en lenguaje cifrado, melodía susurrada y hasta escritura oculta en la época colonial, a lo largo de la cual, pese a numerosos embates logró persistir- Es sin lugar a dudas un tema de enorme interés en el que lamentablemente no puedo detenerme ahora, pero si deseo mencionar al menos tres puntos:

1) Que la manera en que la Corona española y la Iglesia intentaron aprehender varios de tales conceptos y prácticas se aprecia, aun cuando sea de soslayo, en las obras lingüísticas y doctrinarias, redactadas comunmentepor los frailes evangelizadores. Éstas, pese a todas sus deficiencias y sesgos, son auxiliares valiosos para aproximarse a temas como el cuerpo humano, las realidades sensoriales y la reproducción de los pueblos indígenas en la época colonial, desde la óptica y la moral de sus conquistadores.De manera tangencial nos ilustran también sobre algunas concepciones y actitudes mesoamericanas o, incluso, sobre la resistencia indígena a aceptar ciertos conceptos de origen europeo.

Así, el famoso Confesionario  en náhuatl de fray Alonso de Molina, escrito en 1569, nos habla de la “codicia” de otro cuerpo, las relaciones extramaritales, los “tocamientos” considerados “impuros”, el empleo de o desempeño como alcahuete, las prácticas homosexuales, los matrimonios realizados no “por aver hijos… más solamente por respecto mundano o por el suzio deleyte”, la infidelidad, el adulterio, la práctica sexual durante la menstruación o por vías no vaginales, etcétera.[5]

2) Que los pueblos indígenas sometidos vinieron a enterarse de que, a más de las transgresiones del cuerpo y las veleidades del alma que conocieron sus antepasados, bajo la óptica de los cristianos se podía pecar no sólo por “la práctica”, sino incluso por lo vinculado al ámbito de la volición. No era ya necesario realizar tal o cual acto para pecar; ni siquiera intentarlo, bastaba con desearlo o, habiéndose registrado de manera involuntaria (como la polución nocturna), regodearse en él. Una y otra vez se alerta a los confesores: habrían de preguntar específica y reiteradamente a los penitentes sobre el tema, porque los indios rara vez consideraban los deseos o los pensamientos como pecados, y

3) Que gracias al empeño de los propios mesoamericanos que aprendieron a expresarse a través del alfabeto, las grafías y las tintas de los nuevos señores, como hicieron los cronistas y otros amanuenses indígenas o mestizos, podemos hoy atisbar en antiguos saberes que, trasmitidos de generación en generación, migraron de las artes verbales a textos escritos, en ocasiones de enorme belleza como son, por citar algunos ejemplos del mundo maya, obras tan elocuentes como los Cantares de Dzitbalché o El Ritual de los Bacabes, donde vemos mezclarse lo erótico con lo religioso e incluso con lo esotérico, en tanto que el placer que acompaña a los actos fecundadores conlleva no sólo la permanencia del grupo sino del universo todo. No en balde los viejos relatos mayas, como el Popol Vuh, nos hablan de generaciones que fueron sucesivamente destruidas por su incapacidad para mantener a las deidades, a su vez sustentadoras del cosmos.

Cierro citando dos fragmentos de los Cantares de Dzitbalché que, a la par de los textos recuperados por Miguel León Portilla en este su último libro, nos ayudan a vislumbrar lo que de gozo resguarda el mundo sensual mesoamericano. El primero, forma parte del cantar 4, “Coox –H-C-Kam-Niicte”, “Vamos al recibimiento de la flor”, clara alusión a nuestro tema, porque entre los mayas, la flor es símbolo de la sensualidad. Dice así: “Todas las mujeres mozas [tienen en] pura risa y risa sus rostros, en tanto que saltan sus corazones en el seno de sus pechos […] porque saben que darán su virginidad femenil a quienes ellas aman. ¡Cantad la Flor!” (página 149).

El segundo fragmento procede del cantar 7, “Kay Nicté”, “Canto de la flor”, y remite a una ceremonia que había de practicarse en noche de luna en un haltun (una poza natural en roca viva), a donde iban (y se asegura que en varios pueblos aún van) las mujeres, dirigidas por una anciana, para “hacer regresar si se ha ido, o asegurar si permanece cerca, al amante”. Incluso desprovisto de la eufonía del texto maya, el cantar destila sensualidad y hermosura.

La bellísima luna se ha alzado sobre el bosque, va encendiéndose en medio de los cielos, donde queda en suspenso para alumbrar, sobre la tierra, todo el bosque. Dulcemente vienen el aire y su perfume. […] Hemos llegado adentro del interior del bosque donde nadie mirará lo que hemos venido a hacer. Hemos traído la flor de la Plumeria, la flor del chucum, la flor del jazmín […] Trajimos el copal, la rastrera cañita ziit, así como la concha de la tortuga […] nuevo calzado; todo nuevo, inclusive las bandas que atan nuestras cabelleras para tocarnos con el nenúfar; igualmente el zumbador caracol y la anciana. Ya, ya estamos en el corazón del bosque, a orillas de la poza en la roca, a esperar que surja la bella estrella que humea sobre el bosque. Quitaos vuestras ropas, desatad vuestras cabelleras; quedaos como llegasteis aquí sobre el mundo, vírgenes, mujeres mozas (páginas 156-159).

No es de extrañar que, a través de ceremonias como ésta, que hacían eclosionar a los sentidos al engarzar paisajes privilegiados a la vista, con música dulce a los oídos, atavíos gratos al tacto, perfumes de flores y copal y la luminosidad del deseo, los mesoamericanos pudiesen sentirse, como poéticamente expresaban los tzeltales del siglo XVI, Nopquinal xcabi: engranados con el mundo.

No queda más que agradecer a Miguel León-Portilla quien, a través de este nuevo libro, nos permita a nosotros también engranarnos con ese perpetuo gozo que es la vida.

 

Notas 

 [1] Señalo las páginas en que se ubican en el libro presentado las citas más largas, a fin de ubicar a quien desee cotejar en particular la versión en náhuatl (a la que hago mínimas referencias). No obstante, para no saturar el texto de notas, no indico la página de las citas de escasa extensión. Figuran siempre entrecomilladas.
[2] Expresión que, como varias más, comenta León-Portilla, ilustrándonos de paso acerca de la permanencia hasta hoy de varias de ellas, y alertando incluso acerca de sus posibles nexos con los albures.
[3] Otra muestra del predominio de los valores tenidos por viriles es el que se permitiese la poligamia a los guerreros distinguidos y que tuviesen relaciones con las mujeres que participaban en la fiesta de Tlaxochimaco. La mujer, en cambio, se consideraba portadora de fuerzas nocivas y de naturaleza propensa al desequilibrio.
[4] A decir de López Austin, los nahuas prehispánicos consideraban que “[…] todos los pecados y excesos sexuales originaban daños al cuerpo: la enfermedad de pecado conducía a la locura; el pecador perjudicaba con emanaciones nocivas a sus inocentes prójimos; las muchachas que habían perdido la virginidad sufrirían el podrecimiento de sus genitales; el exceso sexual llevaba a la ruina física, a la consunción; el uso de afrodisíacos provocaba la eyaculación ininterrumpida y, con ella, la muerte”.
[5] Y al abordar el quinto mandamiento menciona que debería preguntarse a la penitente si “con dañada intención” había lastimado al varón durante el coito, a causa de lo cual hubiera éste enfermado o muerto.

Bibliografía

ARZÁPALO MARÍN, Herver Ramón (ed.), El Ritual de los Bacabes, México, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Instituto de Investigaciones Filológicas, Centro de Estudios Mayas, 1984.

GALINIER, Jacques, La mitad del mundo. Cuerpo y cosmos en los rituales otomíes, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos e Instituto Nacional Indigenista, 1990.

LEON PORTILLA, Miguel, Erótica náhuatl, México, Artes de México y El Colegio Nacional (Colección Itinerarios poéticos de México), 2018.

NÁJERA CORONADO, Martha Ilia, Los Cantares de Dzitbalché en la tradición religiosa mesoamericana, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2007, pp. 135-184.

MEDIZ BOLIO, Antonio (ed.), Libro de Chilam Balam de Chumayel, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1973.

LÓPEZ AUSTIN, Alfredo, Cuerpo humano e ideología. Las concepciones de los antiguos nahuas. México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológicas, 1980.

LÓPEZ AUSTIN, Alfredo, “La sexualidad entre los antiguos nahuas”, Historia de la familia, México, Instituto Mora – Universidad Autónoma Metropolitana, 1993, pp. 73-94.

MOLINA, fray Alonso de, Confesionario mayor en la lengua mexicana y castellana, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1972.

REIFLER BRICKER, Victoria, Humor ritual en la altiplanicie de Chiapas, Fondo de Cultura Económica (FCE), 1986.

RUZ, Mario Humberto, Copanaguastla en un espejo. Un pueblo tzeltal en el Virreinato, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes e Instituto Nacional Indigenista, 2a ed., 1992.

RUZ, Mario Humberto, “El cuerpo: miradas etnológicas”, Para comprender la subjetividad. Investigación cualitativa en salud reproductiva y sexualidad, México, Colegio de México, Centro de Estudios Demográficos y Desarrollo Urbano, 1999, pp. 89-136.

_______________________

Mario Humberto Ruz Sosa. Maestro en Antropología Social en la Universidad Iberoamericana (UIA), 1981 y doctor en Etnología en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (EHSS), París 1985. Investigador del Centro de Estudios Mayas del Instituto de Investigaciones Filológicas desde 1978. Ha llevado a cabo investigaciones etnológicas con etnias mesoamericanas mayanses contemporáneas de México y Guatemala, así como etnohistóricas y de lingüística histórica en archivos de Guatemala, España, Italia, Francia, Ciudad del Vaticano, Estados Unidos y México. Miembro de la Academia Mexicana de Ciencias y del Sistema Nacional de Investigadores (Nivel III), obtuvo en 1989 el Premio Francisco J. Clavijero (mejor investigación en Historia, INAH), en 1992 el Premio Nacional de Investigación en Ciencias Sociales (AIC), en 1999 el Premio Chiapas en Ciencias y en 2002 el Premio Universidad Nacional en investigación en Humanidades (UNAM). En 2015 fue elegido miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia.


Córdoba #69 Colonia Roma, Ciudad de México, México, CP. 06700 | Tels: 52 + (55) 5525 5905, 5525 4036, 5208 3684
SOBRE ARTES DE MÉXICO