Lagunilla. Los escenarios del gran regateo

Claudia Canales

Mil historias convergen en el centro de gravitación de la Lagunilla: herencias y embargos, loterías y saqueos, naufragios y rescates; lágrimas y risas.

Es una gran satisfacción escribir este texto a propósito del lanzamiento de este nuevo libro que pertenece a la Colección Luz portátil. Un buen libro, además, largamente esperado y postergado, sobreviviente de pandemias, estrecheces e imponderables; un libro contra viento y marea, podríamos decir. Al igual que todos los de la serie a la que pertenece, éste tiene luz propia. La colección Luz portátil aparece desde hace años bajo el prestigioso sello de Artes de México, de por sí una garantía del buen hacer editorial, y está espléndidamente cultivada y regada por Pedro Tzontémoc y Margarita de Orellana.

 

Espero que este nuevo binomio que se suma al catálogo de Artes de México, el binomio Juan Pablo Cardona/Pedro Anza, autores respectivamente de las imágenes y el texto, siga contribuyendo al diálogo fértil entre fotografía y escritura, entre expresión visual y expresión textual, intención que anima y caracteriza a este proyecto editorial.

El título de nuestro libro es por sí mismo una garantía, pues ¿cuántas resonancias anecdóticas y memorísticas no guarda en nuestro imaginario urbano el nombre Lagunilla? Punto de referencia universalmente chilango, el antiguo espejo de agua que alguna vez existió en ese lugar -cuando aún quedaban rasgos palpables de esta cuenca lacustre- devino con el tiempo un atareado barrio comercial del centro capitalino en el que siglos después florecería la Lagunilla, mercado de pulgas que llegaría a ser por derecho propio el jardín de las delicias de chachareros, gambusinos y anticuarios, mercaderes aventureros y turistas despistados, héroes de carpa y estrellas de cine. Antes, mucho antes de que se pusiera de moda la Zona Rosa y sus atildados bazares de piezas de colección, la Lagunilla ya estaba allí: con su célebre cortejo de astutos raterillos capaces de venderle a un gringo hasta los propios lentes que unos pasos atrás le había rapiñado y presta a arrancarnos del marasmo dominical con las notas de las rocolas a media calle y el acostumbrado despliegue de extravagancias ambulantes.

Al lado del nombre emblemático, Lagunilla, está también el subtítulo, Los escenarios del gran regateo, atinada decisión de los coautores porque resume en un sola frase algo más que ese pequeño duelo entre “compas” para ver quién se lleva la mejor tajada de un “bisne”, algo más que el juego de intuición y astucia, de desinterés fingido y franca osadía que entablan dos marchantes a propósito de un radio de botones, un piano sin teclas o el cromo de un Popocatépetl que se yergue desafiante en lucimiento de sus pectorales.

Tengo para mí que Juan Pablo Cardona y Pedro Anza con el término “regateo” nos remiten también a un combate de otra naturaleza: al desafío de doble vía entre el artista y sus modelos, entre la capacidad del fotógrafo y los límites y alcances de su aparato, entre el creador y su tema. Un juego cinegético, ciertamente, como lo sugiere Anza al referirse con acierto a la cacería del hombre que acecha no nada más la oportunidad de una operación comercial ventajosa; también la feliz ocasión de afortunadas yuxtaposiciones visuales: fugaces como la presa agazapada que huye con el sólo movimiento de una brizna de hierba.

A los escenarios del gran regateo los constituyen, sí, las abigarradas mercancías que saturan la mirada del abrumado paseante, incapaz de imponer jerarquías, los triques y abalorios y curiosidades que pueblan desbordándolo cualquier espacio mínimamente libre, en una proclamación universal de horror al vacío o profesión de fe barroca. No obstante, como nos hace ver Juan Pablo Cardona, los escenarios del gran regateo son sobre todo sus propios personajes: protagonistas que surgen entre las bambalinas de escenografías imposibles, vendedores que presiden vigilantes el negocio desde su silla de directores de cine u hombres que se mimetizan entre pedestales de mármol y lámparas de bronce, como estatuas de Apolo momentáneamente liberadas. La mayor parte suele identificar al cliente que compra, tutearse con los asiduos, hacer acuerdos tácitos, reservar lo mejor para los conocedores y no soltar prenda mientras haya posibilidad de seguir atornillando. Son los clásicos que dicen “no, seño, eso no está en venta”, cuando una se lanza sobre el artefacto más llamativo; son los de siempre, los de hace años, lagunilleros de toda la vida; fisonomías que a Cardona le son entrañables por haber estado allí mil veces: con la devoción de un creyente, con la esperanza de un desconsolado, con el afecto de un hermano del alma, según nos cuenta Anza, que le contó el fotógrafo en un café de Bucareli.

En otro rango están los ocasionales, los curiosos, los turistas, los despistados; villamelones a quienes les roban la cartera o les dan gato por liebre en el primer tendajo, aprendices de dealer que prueban suerte con dos tapas de alcantarilla y tres trebejos indiscernibles, jubilados que no llegan al final del mes y malbaratan su reloj de pared al primero que lo compra. Muchos acuden nomás por el relajo, para el ligue, a bajarle una lana al compadre que tiene un local de discos de acetato o a ver si trueca sus betamax de El Padrino por alguna friolera más rentable. El elemento popular es insoslayable: la sal y la pimienta del barrio, su carne y su hueso, el latido vital de ese laberinto de tapices, biombos, manequíes, charolas de Corona, abrigos de mink, mesas chippendale, cajas chinas y animales disecados. Un hallazgo al alcance de cada atisbo, un artefacto a la medida de cada mano.

Mil historias convergen en el centro de gravitación de la Lagunilla: herencias y embargos, loterías y saqueos, naufragios y rescates; lágrimas y risas, como diría la otrora famosa Yolanda Vargas Dulché, cuyos memines de tonos sepias deben hallarse en la caja de cartón de algún comerciante, resguardados cual valiosos tesoros. Cómo se resignifican las cosas con el tiempo. Cómo en sus mutaciones, en su ir y venir de presencias indistintas a objetos de culto, de baratijas a fetiches, trazan una historia de sinuosidades solo recuperable para algunos.

Repaso las páginas de Lagunilla: mi índice sobre la imagen de la maternidad que se ahoga en un charco, mi tacto en la calidad del papel y la solidez de la encuadernación, mi mirada en las imágenes de Juan Pablo Cardona y en la mancha tipográfica que forman las palabras de Pedro Anza y no puedo menos que evocar los 32 libros que han precedido a éste. Y no porque Luz portátil sea exactamente una colección seriada, sino porque la cantidad, el número, son importantes en tanto que muestran la magnitud del esfuerzo sostenido, el cuidado asiduo, la perseverancia amorosa aún en medio de la escasez de agua, qué digo, de la franca sequía. Por ello deseo hacer especial hincapié en esta colección, que alcanza con este título la cifra cabalística de 33 libros publicados con un proyecto inteligente y necesario: hacer hablar a las imágenes por boca de un texto, al fotógrafo en palabras del escritor; aventurar una interpretación -una entre las muchas posibles- del discurso que propone la sintáxis de las fotografías y muchas veces pasa inadvertido al lector. Treinta y tres miradas, treinta y tres plumas, treinta y tres ensayos que, como éste que hoy presentamos, proyectan sobre nosotros su propia luz.

Las tomas cerradas de Juan pablo Cardona, los ángulos frontales, las crípticas señales del fuera de campo, la saturación del espacio de la representación y la proliferación de áreas negras nos devuelven a la Lagunilla que él ha hecho suya. En ella no hay distancias, el regateo es en corto, el deporte es de contacto, el duelo a diez pasos. El objet oublié y el objet trouvé se funden en la intersección de las miradas, de los cuerpos, de los adjetivos: colindancia promiscua de palabras y fotografías, de referencias y referentes, de luces y velos que mezclan lo auténtico y lo falso, lo bello y lo feo, lo exquisito y lo cursi, la pieza única y su reproducción infinita. Mientras el regateo hace la finta, oculta el doble sentido, le escamotea la pura verdad al observador atónito, la cámara de Juan Pablo Cardona capta, asomada en la superficie de un espejo, la tramoya del escenario, el más allá de toda representación. Asomémonos a él.

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