Mujeres-maíz: la representación de las tortilleras en las artes mexicanas

Nicole Andrea González Herrera

En Mesoamérica, la representación de las tortilleras es común. En México ha tenido diversas apariciones y aportaciones en el imaginario de la sociedad como ejemplo de un rol inherente a la identidad. La tortillera nos permite recoger, desde una hebra visible, un gran soporte de relaciones entre género, cultura, economía, sociedad y política. Su imagen se conserva principalmente en fotografías, grabados y pinturas desde el siglo XIX hasta mediados del siglo XX, pero también existen numerosos registros realizados en acuarela, grabado, arcilla, cera, piedra y muros.

Las tortilleras responden a una paradoja del deber ser femenino porque simbolizan el ejercicio tradicional del cuidado–alimento de la familia, respondiendo a las labores del hogar. Sin embargo, también se desplazan al entramado público como asalariadas no formales que se sitúan, literalmente, en cruces y esquinas neurálgicas del país. Las tortilleras son mujeres indígenas, mestizas, campesinas, citadinas, mexicanas o extranjeras que desempeñan la labor individual o compartida[1] de hacer tortillas, considerado este alimento como “el mayor símbolo de identidad y pertenencia mexicana”[2]. Pensar, desde la cultura visual, la importancia de las tortilleras busca la recuperación no tanto de los accesorios o iconografías del trabajo, sino una recuperación de ellas mismas como mujeres y su labor simbólica en la realidad mexicana, pues “sin ellas no hay maíz ni país”.[3]

Imagen 1: Theubet Beauchamp. Intérieure d’un Restaurant Mexiquain, ca. 1810. Técnica mixta.

Al parecer la historiografía y la historia nacional han cobijado a las tortilleras bajo el marco de lo cotidiano y lo habitual, negándoles un reconocimiento tanto de sus representaciones como de su significado. Frente a este panorama, este ensayo recoge, desde la nueva historia del arte, la red de afectos, sabores, conversaciones y deseos que se suscitan en torno al brasero, al comal y a las tortillas.

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Las reformulaciones disciplinares de finales del sigloXX  propiciaron nuevas miradas de interacción entre los sujetos sociales y los escenarios políticos, cuestionando cómo ciertas problemáticas determinaban estrategias de control, jerarquías, comportamientos, subjetividades, performatividades, violencias, entre otros. En lo referente al escenario artístico, la nueva historia del arte que emerge en los años setenta y ochenta “busca dar voz a protagonistas, anteriormente, marginados del canon del arte, ubicándolos en término de dinámicas de poder y sus implicaciones para la lectura iconográfica y formal de las obras”.[4] La aparición de sujetos subalternos, marginalizados y silenciados desde la modernidad occidental dominante propició la revisitación a la historia del arte desde un análisis de clase, raza y género con al menos dos objetivos claros; analizar las circunstancias de tal opresión cuestionando su naturaleza y comprender cómo se organizan estratégicamente tales desigualdades de poder en el sistema económico de la globalización neoliberal.

Bajo estos nuevos planteamientos críticos se juzgó a la historia del arte tradicional por contener, transmitir y reproducir parámetros racistas, clasistas y misóginos permeados por todo el sistema del arte, sus agentes e instituciones. Dicha estructura y estructuración social, por ejemplo, prefijaba a la mujer como un objeto de la representación, donde la mirada activa del artista masculino paralizaba y cosificaba la expresión compleja de las identidades y sus diferencias.[5] Las representaciones costumbristas desde el siglo xix estaban marcadas por el deseo masculino, construyendo “distintos disfraces interpretativos… de acuerdo con los cánones de una representación normativa”.[6] Obedeciendo fielmente a este parámetro se forjaron en México, de mano de artistas extranjeros y nacionales, imágenes reconocidas como tipo popular. Éstas se caracterizan por ser “la representación de un personaje de tal manera que resulten perfectamente distinguibles los rasgos que convencionalmente definen a tales individuos, en cuanto miembros del grupo”.[7] El tipo popular de las tortilleras representan el oficio, pero también las desigualdades de género y la correspondiente sexualización del poder. A lo largo del siglo XX continuó la difusión de estas imágenes bajo nuevas perspectivas y objetivos.

Imagen 2: Claudio Linati, “Tortilleras” en Costumes Mexicains, 1826. Litografía.

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En el escenario económico global actual, México se encuentra entre los tres mayores mercados de América Latina. La agricultura del maíz ha sido históricamente destinada al comercio interno y externo. Si bien existen distintas versiones sobre la fecha en que se domesticó este cereal,[8] su importancia integral ha sido legada desde los pueblos indígenas. Así, las plantaciones de maíz en México tienen una fuerte tradición prehispánica y siguen aún vigentes; las tortillas, a través de una elaboración artesanal o industrial, constituyen alimento base de la canasta alimenticia.

Las representaciones visuales que retratan algún proceso de plantación, cultivo, cosecha, nixtamalización, distribución, comercialización, culto religioso o producción gastronómica se encuentran presentes en Códices, pinturas murales de zonas arqueológicas u otras formas de registro. Tempranamente la mujer aparece en dibujos y figurillas ya sea moliendo o desgranando el maíz (véase imagen 3) Sin embargo, en contextos prehispánicos, la definición de roles responde de distinta manera según la cultura, el territorio, la administración del trabajo, los estratos sociales y la organización política. Seguir un marco de pensamiento binario que universalice las labores femeninas en el espacio doméstico o artesanal puede resultar errado. Para el caso de la sociedad maya, hubo mujeres que “ocuparon destacados cargos políticos y tuvieron una participación activa en el control y la transferencia hereditaria del poder político”.[9]

Las representaciones de tortilleras durante el período virreinal se reducen notoriamente al verse trastocados los valores religiosos, sociales y culturales, con todo, existe registro de su pervivencia en el arte popular con la fabricación de figurillas de cera en Puebla o Morelia.

Imagen 3: Vieja que desgrana una mazorca de maíz. Estado de Colima, período clásico (200-800 d.C.). Occidente de México, arcilla roja con pigmento blanco y rojo. Museo Nacional de Antropología.

Durante la formación del Estado independiente, período de gran convulsión social y política, la producción de imágenes estuvo en manos de extranjeros quienes, después de la visita de Alexander von Humboldt, se vieron llamados a representar con fines naturalistas y científicos el acontecer mexicano. Desde una mirada foránea detallaban la otredad. Un caso inicial en la producción litográfica y en la identificación de tipos sociales costumbristas fue la obra de Claudio Linati de 1828 (véase imagen 2). Allí se grafican y definen algunos retratos de la clase trabajadora:

Las mujeres de cada matrimonio se encargan de la elaboración de este alimento cotidiano. La joven esposa lleva por dote a su marido un              taburete y un rodillo (“mano”) de piedra, que llaman metate (palabra indígena), como para anunciar que en reconocimiento de la acogida que recibe en su nueva familia ella se ocupará de su subsistencia y proporcionará descanso a la madre de su marido.[10]

Su reflexión comprueba la continuidad de las mujeres en las labores del hogar y demuestra cómo la institución del matrimonio perpetúa comportamientos de índole patriarcal. Se constata que están destinadas a satisfacer las necesidades de los varones y son restringidas en sus libertades. Sin embargo, su litografía de composición piramidal, remite a un espacio abierto, donde dos mujeres morenas trabajan bajo un sencillo toldo, se muestran con los senos al aire y los pies descubiertos para reforzar la exotización y erotización de la imagen. La venta de tortillas las obligaba a “salir a las calles para ganarse la vida exponiéndose a los peligros del espacio público (…)”[11] y al sometimiento ideológico de la época.

Las siguientes producciones del siglo XIX, realizadas por extranjeros, guardan cierta afinidad compositiva. En general avanzan hacia capturar la escena envolvente y dinámica aledaña a la tortillera, por lo tanto muestran cuatro o cinco personajes y un ambiente descriptivo tanto del espacio habitacional como de las indumentarias indígenas o rurales. La obra de Theubet de Beauchamp cercana a 1816 (véase imagen 1), la del francés Jean-Frédéric Waldeck (véase imagen 5) y del dibujante Carl Nebel (véase imagen 4) contienen modos particulares en el dibujo y en la técnica, pero algunas características comunes recaen en ser espacios semicerrados, con interacción del exterior dada por un personaje o por el protagonismo de la naturaleza. El poderío de la tortillera, tema supuestamente central de la representación, compite con alguna figura masculina, dueña de la mirada de la protagonista, quien no deja de estar cargada de una estetización y sexualización muy definida. Estas representaciones nos informan además las categorías sociales, donde la clase con poder adquisitivo se contrapone claramente a las figuras desnudas o en el suelo.

Imagen 4: Carl Nebel, Las tortilleras, siglo XIX. Litografía.

La publicación nacional de 1854, Los mexicanos pintados por sí mismos, persiste en registrar al estilo del romanticismo europeo a mujeres y varones de aparición pública. La chiera, la costurera, la china son documentadas de manera muy estilizada, con vestidos largos, moño ordenado, en apariencia serena y atractiva. La coqueta inclusive exhibe intencionadamente sus pies calzados con un pequeño zapato negro. Al contrario, sin mayor atisbo de sexualidad, la partera y la casera, tienen rasgos que acusan cierta vejez y fealdad. Resulta lamentable que las tortilleras no fueran incluidas en esa impresión.

En la cromolitografía de Casimiro Castro (1826-1889), Un fandango, de 1855-1856, la festividad incorpora música, bailes, alimentos, bebidas, creencias religiosas, interacciones sociales y, nuevamente, un espacio claramente descriptivo del entorno rural y las imaginerías populares ligadas al juego y la artesanía. En este concurrido evento, la tortillera indígena de trenzas negras se encuentra en la esquina inferior derecha, sentada en el suelo, trabajando. Podría ser un personaje más, sin embargo, deja al descubierto su hombro izquierdo generando una tensión sexual con un sujeto de pie, frente a ella, que le ofrece de beber. Ella parece no reaccionar, sólo observa, pero el juego de miradas resulta tan atractivo que la tortillera es, claramente, la figura más aislada y definida del salón.

En cuanto a la producción fotográfica existen registros desde 1860, por ejemplo, trabajos de Francois Aubert (1829-1906), Anatole Bouquet de La Grye (1827-1909), William Henry Jackson (1843-1942), Juan Kaiser (1859-1916) y Jacob Granat (1871-1943). Para el siglo XX y principios del XXI, aparecen las tortilleras en las obras de Charles Betts Waite (1861-1927), Roberto Schneider, Hugo Brehme, (1882-1954), José María Lupercio (1870-1927), Manuel Carrillo (1906-1989), Manuel Álvarez Bravo (1902-2002), entre muchos otros. Al enmarcarse en la noción de tipos populares, la fotografía registra “más un despliegue de ocupaciones y oficios pintorescos que una caracterización étni­ca en el sentido estricto”.[12] La capacidad técnica de la fotografía y el carácter viajero de los extranjeros permiten ampliar la noción territorial de las tortilleras, así como las condiciones sociales, rurales o urbanas comienzan a destapar un universo más complejo ligada a la nutrición, explotación o directamente a la pobreza y vulnerabilidad. Por otro lado, las fotografías serán pioneras en vincular a la tortillera con la maternidad, develando nuevas interacciones que complejizan la identidad y experiencia de la mujer-maíz. Las tortilleras no sólo serán madres que trabajan junto a su familia, sino también niñas o jóvenes, ampliando el campo etario del trabajo.

Imagen 5: Jean-Frédéric Waldeck. Mexican Women Making Tortillas. ca.1834. Litografía.

La producción de Édouard Riou (1833-1900) exhibida en el Museo de la Mujer se diseñó a partir de una fotografía. En efecto la fotografía de autor desconocido pertenece a la Fundación Getty, pero se evidencia que el tipo tortillera se implementó en el escenario ideado por Carl Nebel. Este constructo refiere a la genealogía de las imágenes, a la difusión que tuvieron y a cómo los artistas eran capaces de producir imágenes sin pisar suelo americano. La rareza primordial de la imagen radica en ver a dos jóvenes tortilleras, formales, estetizadas, evidentemente posando, en un ambiente rural y campesino.

Con el advenimiento de la revolución mexicana, la producción del siglo XX en el campo de las artes visuales refuerza la “idea romántica de que la cultura popular incorpora una esencia de lo nacional y se relaciona con los valores de autenticidad, pureza, espontaneidad, primitivismo y comunalidad”.[13] Se realizan, entonces, ejercicios modernos que reflexionan una tradición y ruptura en el país, propiciando valores políticos y sociales sobre la identidad, el mestizaje, el progreso, entre otros. La amplia producción del muralismo mexicano recuperó la imagen de la tortillera, no potenciando su valor sensual o erótico, sino remarcando su condición obrera, esforzada y afectada por la desigualdad de clases. En este sentido se aspira a comprender la tortillera como mujer trabajadora de un modo más sociológico o antropológico, destacando el trabajo, el proceso y la producción.

Jean Charlot es el artista más prolífico en representar mujeres-maíz. Residido en México entre los años 1921 y 1928, simpatizó con las ideologías de izquierda y realizó distintas versiones del tema, resaltando el valor educativo-familiar, el lazo maternal, la inducción del espacio femenino en una forma tierna y civilizada. Estos factores católico-religiosos podrían haber afectado su relación con el movimiento muralista. En la obra The tortilla maker (Imagen 6) vemos como una mujer, de pelo oscuro y trenzas, elabora una tortilla de maíz mientras un niño duerme sobre su espalda. El uso del rebozo envolvente refuerza el vínculo afectivo entre la madre y el niño, además de la continuidad de una costumbre indígena ancestral.

Imagen 6: Charlot, The Tortilla Maker, 1942. Litografía.

Diego Rivera, cabecilla de la producción militante, aporta una de las tortilleras más difundidas como imagen icónica, La molendera del Museo Nacional de Arte, cuya composición horizontal destaca la fuerza y el movimiento repetitivo que debe ejercer la mujer encorvada para moler el maíz. Sin embargo, en Mujer que hace tortillas apreciamos a una mujer anciana, que con los ojos cerrados concilia un nuevo espacio de intimidad, más sereno y personal. Pareciera verse materializada esa relación íntima de las mujeres con la naturaleza, con las semillas, con el suelo, con las plantas y con el entorno, en una temporalidad y forma de conexión distinta, sensorial y placentera.

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Las tortilleras fomentan la memoria de nuestros propios relatos biográficos y de nuestros propios paladares. Valorando “La tortilla de maíz, ese milagro redondo que calma el hambre, tupida, caliente, amarilla o blancuzca”[14] nos disponemos a concebir el impacto de los alimentos en sus tres dimensiones corporal, mental y espiritual. Resulta significativa la presencia física y simbólica de las tortilleras porque actúan como activadoras en el ejercicio cotidiano de la comunidad, administrando un espacio de encuentro o socialización, cuyo liderato femenino, logra la interacción de los comensales en un trato horizontal, cercano y comunicativo. Tanto las tortilleras como ese espacio de convivencialidad humana nos impulsan a replantear nuestros valores sociales, porque la pérdida de producción de tortillas artesanales y el descuido político de la semilla nativa merman la alimentación y nutrición del país y se abandona la riqueza natural y cultural que la pintura y la fotografía han retratado.

Las participación de las mujeres en muchos procesos del maíz es activa no sólo en la comercialización o elaboración final; ellas son guardianas en la resistencia de la semilla nativa, promotoras de un respeto consciente con el medio ambiente y educadoras de la memoria larga de esta tierra, por lo que valorar su presencia cultural garantiza la seguridad y la soberanía alimentaria de México.

 

Notas

[1] Esta misma ambigüedad de la labor favorece  representaciones diversas que deambulan entre lo individual, lo dual y lo colectivo, confundiendo tortilleras, molenderas, asistentes, comensales, compradores o espectadores, de distinto género. Las relaciones de poder, de miradas y de gestos entre estos variados personajes son otra importante fuente de información.

[2] Rafael Mier, “El futuro de la tortilla es también nuestro”, Jornada del Campo, núm. 125, p. 23.

[3] Ivonne Vizcarra, Yolanda Castañeda y Yolanda Massieu, “Voltear la tortilla: reflexiones en torno al género y el maíz”, Jornada del Campo,  17 de febrero de 2018, Número 125, Año XI. página 4.

[4] Karen Cordero, “Exponiendo el género: cambiantes propuestas curatoriales y museológicas” en XXIX Coloquio Internacional de Historia del Arte. Miradas disidentes: géneros y sexo en la historia del arte. México, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)- Instituto de Investigaciones Estéticas(IIE), 2007, pág. 366.

[5] Griselda Pollock, Visión y diferencia. Feminismo, feminidad e historias del arte. Buenos Aires, Fiordo, 2013 p. 119.

[6] Maite Méndez, Camuflaje. Madrid, Siruela, 2007, p. 98.

[7] María Esther Pérez Salas, Costumbrismo y litografía en México: un nuevo modo de ver. México, UNAM-IIE, 2005, p. 18.

[8] Hace cinco mil o siete mil años según Emily McClung de Tapia; hace cinco mil según Teresa Rojas Rabiela;  hace nueve mil según Dolores Piperno y José Antonio Serratos.

[9] Walburga Ma. Wiesheu, “Jerarquía de género y organización de la producción en los estados prehispánicos” en María J. Rodríguez-Shadow (comp.) Las mujeres en Mesoamérica prehispánica. México, Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM), 2007, pp. 25-47.

[10] Claudito Linati, Trajes civiles, militares y religiosos de México (1828)”, lámina 5. México, UNAM-IIE, 1956.

[11] Angélica Velázquez Guadarrama, Representaciones femeninas en la pintura del siglo XIX en México. Ángekes del hogar y musas callejeras. México, UNAM-IIE, 2018.

[12] Deborah Dorotinsky “La fotografía etnográfica en México en el siglo XIX y los primeros años del siglo XX” en El indígena en el imaginario iconográfico. México, Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, 2010, p. 115.

[13] Karen Cordero R., “La invención del arte popular y la construcción de la cultura visual moderna en México” en Esther Acevedo (Coord.), Hacia otra historia del arte en México: La fabricación del arte nacional a debate (1920-1950). México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), 2002, pp. 67-90.

[14] Guiomar Rovira, Mujeres de maíz: la voz de las indígenas de Chiapas y la rebelión zapatista. México, Era, 1997, p. 69.

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Nicole Andrea González Herrera. Licenciada en Artes, con mención en Teoría e Historia del Arte por la Universidad de Chile. Durante tres años fue la Encargada del Registro y Documentación en el Museo Nacional de Bellas Artes en Santiago de Chile y anteriormente se había desempeñado en el Laboratorio de Conservación-Restauración del Archivo Central Andrés Bello de la Universidad de Chile. Actualmente se encuentra cursando la maestría en Museología en la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía “Manuel del Castillo Negrete”.

Este texto obtuvo el segundo lugar del Premio Universitario de Ensayo “Miguel León-Portilla” por el 30 Aniversario de Artes de México.

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