Alberto Ruy Sánchez

Tiene el aire generoso y sugerente de una invención literaria: una ciudad con una fortaleza dentro que resguarda en su interior a otra ciudad. Detonantes círculos concéntricos de palabras, de fuerza y de urbanidad. La Ciudad de los Libros, en el edificio de la antigua Ciudadela de la Ciudad de México, es una especie de significativa imagen sintética, un jeroglífico, un icono en un códice, un ideograma. Descifrarlo requiere leer sus partes y ver cómo se contagian entre ellas significados.

Betsabée Romero, Avioncitos, 2012, en la Biblioteca José Luis Martínez diseñada por Alejandro Sánchez García.

Creo que fue un gran hallazgo recurrir a la imagen de ciudad para nombrar una biblioteca, en vez de la más poética de paraíso, cantada estelarmente a ciegas por el gran Borges, o a la de archivo de la memoria, más notarial y pedestre, aunque más común. Es uno de esos nombres que es destino porque es programa, anhelo y política. La imagen de la ciudad propone un deseo de convivencia, de confluencia de distintos personajes en una plaza pública que, si no los iguala anulando sus diferencias, por un instante privilegiado, que es el de la lectura, los vuelve iguales desde el punto de vista de los poderes. El más rico y el más pobre, el más famoso y el que no, el poderoso y el inerme, frente a un estante de libros públicos son como aves que pliegan sus alas para dar pasos en la plaza, picotear los mismos granos, salpicarse en el mismo bebedero, para luego, cada uno a su manera, de nuevo volar. La ciudad es también la posibilidad que tiene el paseante lector de deambular provocando al azar, sabiendo que la aventura puede esperarnos a la vuelta de la esquina. Toda ciudad, vivida plenamente, es camino hacia lo inesperado.

Perla Krauze, Tiempo suspendido, 2012, en la Biblioteca Jaime García Terrés diseñada por Saidee Springall y José Castillo.

La fortaleza o ciudadela que alberga a esta biblioteca de bibliotecas es metáfora a la vez de la fuerza tremenda que implica el hecho de que esta colección de libros haya sido formada por personas de tremenda potencia intelectual, transformadores, cada uno a su manera, del entorno que vivieron, y cuya fuerza vino en una inmensa proporción de sus bibliotecas, del acto de irlas formando como una segunda piel. Como un cuerpo suplementario que alimentaban y los alimentaba. Además, un cuerpo de libros que estaba excepcionalmente cargado de su alma o, si se prefiere, de su mente. Cuerpo habitado, cuerpo poseído.

Estos mexicanos excepcionales del siglo xx vivieron meticulosamente extendidos a sus libros, día a día, toda su vida. La biblioteca de estas personas es un cuerpo poderoso cuya fuerza cada uno de nosotros lectores, furtivos o sistemáticos, escama a escama, célula a célula, libro a libro, podrá tal vez aprovechar. Algo interesante es que el propósito difícilmente podría ser reconstituir a esos seres, y en cambio sí puede ser el de construirnos, cada uno, con estos recursos de palabras excepcionales a los que difícilmente hubiéramos tenido acceso de no existir esta Ciudad de los Libros. Hay algo de magia elemental, entendida simplemente como multiplicación asombrosa de lo posible y de lo real, en esta transferencia de fuerza de aquellos cuerpos a los nuestros. Es el poder o la magia propia de los libros, y especialmente si fueron coleccionados con pasión a lo largo de una vida creativa, pensante, obsesiva. Libros “cargados”, como se dice de los dados, inclinando el azar para ganar. Haciendo de cada lectura una apuesta que nadie pierde.

Alejandra Zermeño, La proyección, 2012, en la Biblioteca Antonio Castro Leal diseñada por Bernardo Gómez Pimienta.

En esta edición de Artes de México hemos querido sugerir un desciframiento pausado y posible de ese ideograma de círculos concéntricos. Hay una primera lectura necesaria, que implica reconocer una aguda política cultural en el proyecto, cinco bibliotecarios pasionales, un edificio histórico transformado ahora con talento y con obras de arte que enriquecen aún más el sentido estético del ámbito que se nos ofrece. A esto hemos creído necesario añadir intervenciones de escritores que son grandes lectores para demostrar el tipo de explosión inesperada que nos dan los libros. El poema fascinante que puede ser simplemente un catálogo de libros de una cultura vista con curiosidad y distancia creativa; la historia de una biblioteca viva contenida en un solo libro coleccionado por un desposeído de bienes materiales; una asombrosa historia de amor contada por las cosas materiales más simples mencionadas en los libros, pero que detonan en una poeta instantes y sentidos únicos. Como sucede a diario a cientos de lectores que mezclan sueños y lecturas, vida y memoria. Y, de manera culminante, incluimos la reflexión de un escritor que es el gran pensador actual de la lectura sobre lo que una biblioteca pública necesita para serlo, pensando sobre todo en esta operación de generosidad extrema que consiste en hacer públicas bibliotecas privadas, reto y don del que somos testigos contemporáneos y por lo tanto primeros beneficiarios, simples y alegres lectores de hoy.

Hacer ciudad, hacerse ciudad es hacer lectores, hacernos lectores. Reconocer que la fuerza y lo mejor de México ha venido de su creatividad reflexiva, plasmada en la pasión por los libros y desde los libros, es hacer con acierto lo necesario para multiplicarla.

Para conocer más sobre las colecciones de la Ciudad de los Libros (Biblioteca José Luis Martínez, el bibliofilo, Biblioteca Antonio Castro Leal, el humanista, Biblioteca Jaime García Terrés, el poeta, Biblioteca Alí Chumacero, el editor, Biblioteca Carlos Monsiváis Martínez, el bibliofilo), y los tesoros que éstas guardan, no se olviden de adquirir un ejemplar de la revista Artes de México, Bibliotecas de la Ciudad de los libros.


Francisco Toledo, Monsiváis y su biblioteca (detalle), 2012, en la Biblioteca Carlos Monsiváis, diseñada por Javier Sánchez y Aisha Ballesteros.

 

Fotografías: D.R.© Pablo Aguinaco/Artes de México.

 

 

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