Tal vez el mejor compañero en el viaje a la muerte sea un rebozo negro de aroma sutil aunque imperecedero. ¿Desde cuándo se tejen estas prendas?, ¿con qué hierbas se crea su tradicional perfume? Estas páginas nos descubren el misterioso origen de esos paños y de su dulce olor a muerte.
¿Por qué temer a la muerte si para recibirla nos envolverán con un aroma sutil, placentero, olor a lavanda y hierbabuena? ¿Por qué no aceptarla si llegamos a su morada limpios, purificados, recién salidos de un temascal? ¿Por qué no morir si la planta prehispánica del yauhtli o pericón alejará a nuestros espíritus de todo mal y nos conducirá a una mejor morada? ¿Por qué no abandonar nuestro cuerpo como si fuera el capullo de una mariposa, si el anís y la canela evitarán que se pudra sin más, testigo acaso quedará nuestro cuerpo de amores pasados que son sólo eso, o son una llaga, una cicatriz en la que no entrarán insectos y parásitos del día de nuestra muerte, protegidos como estaremos por la salvia, el calvo, el mastranzo y el poleo? Para morir en paz no se requieren cantos ni rezos, sólo el abrazo de un rebozo de aroma. Se dice en un poema anónimo.
He de tornar al polvo:
se hará nada mi cuerpo;
servirán como abono
mis cenizas, mis restos…
–Yace aquí: una esperanza
–Yace aquí: una ilusión
–Un anhelo profundo, aquí, descansa
–¡Oh, qué inmenso panteón!
La parca, sin piedad, vidas desgaja;
truncará mi existir, iré al reposo
¡Oh de mi cuerpo, la ideal mortaja
cuando esté inmóvil en estrecha caja
mi carne helada, fría!
Para envolver mis restos: un rebozo
–¡Quiero un rebozo de Santa María!
El milagro del rebozo de aroma ideado como mortaja, para una mejor estadía del cuerpo bajo tierra y la liberación del alma, o su uso en procesiones religiosas, al parecer proviene de Tenancingo, en el Estado de México; pero, como indica el poema, también hay constancia de su uso en Santa María del Río, en San Luis Potosí. Según reseña Francisco A. Sus taita, para conmemorar el IV Centenario de la Aparición de la Virgen de Guadalupe, en el siglo XIX, las damas de la alta sociedad potosina acordaron asistir a la iglesia con finos y elegantes rebozos y “al transitar dichas damas a lo largo de la extensa calzada que conduce al templo, tales prendas esparcían por el ambiente su inimitable, su agradabilísimo aroma, que es su sello peculiar de distinción, y cuyo perfume incomparable e inconfundible es un producto genuinamente vernáculo constituyendo un secreto sólo conocido por los nativos”. Para principios de la década de 1930, señala Sustaita que era “todavía tradición en algunas mujeres de Tenancingo reservar su rebozo de aroma para el día de su muerte”. Mientras llega el momento de ser usado como mortaja, para conservar su olor, el rebozo espera envuelto en papel de China y es guardado con recelo en un cofre de madera.
Hoy, los artesanos de Tenancingo comparten con Artes de México el secreto del rebozo de luto o de aroma, como quien devana un misterio, porque asumir la naturalidad de la muerte y prepararse para ella con benevolencia es quizás el mayor reto de la sociedad moderna.
Como se sabe, amortajar los cadáveres es una tradición milenaria. En el México prehispánico, por ejemplo, se utilizaron como mortajas elegantes paños o lienzos de algodón para envolver a los hombres principales, como hace constar Mercedes de la Garza en el caso del entierro, en el año 683 d.C., del señor Pacal el Grande o Escudo, el más sabio gobernante de Palenque. Hasta hace poco tiempo, en Yautepec, comunidad zapoteca de las montañas tropicales de Oaxaca, comenta Alejandro de Ávila, “las señoras mayores guardaban con cuidado sus huipiles para que les fueran puestos al morir. Por un tiempo las tejedoras siguieron recibiendo encargos de prendas expresamente destinadas para los entierros. Persistía al parecer una convicción: aunque el cuerpo hubiera mudado de ropa, el alma debía vestir el huipil propio”. En el México virreinal, “siguiendo las antiguas costumbres de la Iglesia, y como símbolo de pureza, antes de enterrar el cadáver se lavaba y luego se amortajaba con un lienzo blanco en recuerdo de que así fue sepultado el Redentor”. El difunto podía disponer en su testamento qué tipo de mortaja quería. Indica María de los Ángeles Rodríguez: “la mortaja más común que se solicitaba era el hábito; el de San Francisco fue el más frecuente”. Amortajar al difunto sigue siendo una tradición en el México actual. La mortaja es un acto simbólico de arroparse ante la muerte, de sentirse tranquilo y seguro ante lo desconocido.
Hoy el rebozo de aroma lo produce en Tenancingo, casi en exclusiva, y con “la receta original” que heredó de sus padres y abuelos, el señor Fidencio Segura. Don Fidencio tiene el taller en su casa, a la que le ha ido ganando espacio. En un cuarto de adobe hay tres telares de pedales, aunque él sólo utiliza uno, en el que teje el rebozo. Una cruz de pericón del día de San Miguel y un amuleto contra los malos espíritus del mundo prehispánico amarrados al telar acompañan su trabajo. Junto hay otro cuarto donde se guarda una olla enterrada con la preparación para el color negro. El patio cuenta con un tendedero para colgar los hilos almidonados; de ahí parte una escalera que conduce a la terraza techada donde está lo que podríamos llamar “el laboratorio” o “la prebotica”, espacio donde en los hospitales novohispanos fue incorporada la herbolaria indigena. En el laboratorio de don Fidencio hay una rueca para la preparación del hilo cuya rueda es la de una bicicleta invertida. Tiene también un metate, varias ollas de barro y aluminio, un fogón, leña, botellas con el perfume destilado en diversos grados y, desde luego, las plantas para la elaboración del aroma, además de maíz para preparar el almidón, piloncillo y cáscaras de plátano y manzana.
La manufactura del rebozo se inicia con la preparación del color negro para teñir las madejas blancas de algodón. Si esto no se hiciera, el paño quedaría manchado por el jugo de las distintas yerbas. La primera tarea es oscurecer los hilos, para más tarde hacer perceptible sólo el perfume, y que así el difunto, como quien cierra los ojos, se deje guiar al sueño eterno. En ese proceso se utiliza una infusión del cascalote o huizache. Se trata de un árbol o acadia de origen mexicano, cuyas flores emanan un grato aroma, del que presumiblemente se obtuvo la tinta negra para la escritura de los códices y de gran valor en la cultura prehispánica. Según Alfredo López Austin, basado en el Códice Tudela, “los cuatro árboles cósmicos son el pochote espinoso para el norte, el yoloxóchitl para el oriente, el cacao para el sur y el huizache para el occidente”. Al huizache, comenta Doris Heyden, se le considera “paraíso de la vegetación”, “árbol que cura y bendice al ser humano y que encarna a Xochiquétzal, la madre diosa del sustento, encargada de amamantar a los niños pequeños difuntos que no van al reino de los muertos, sino a la tierra del agua con flores”. La tinta de este árbol será la que envuelva los hilos del rebozo. El huizache resguarda así, en la oscuridad, a una aldea amenazada, de la de nuestro propio cuerpo indefenso ante la muerte.
Para teñir de negro el rebozo, dice don Fidencio, “se atan por pares las madejas de hilo, luego se remojan en agua con jabón, se secan y se pisan para quitarles el exceso de agua, se dejan reposar un día”. Posteriormente “las madejas se azotan contra una laja de piedra veinte veces por cada extremo, después se exprimen torciéndolas y se ponen al sol para que sequen”. Luego se preparan diversas versiones del color negro y se tiñe el hilo en varias etapas. Primero en un cazo con agua se hierve un pigmento negro comercial. La tinta caliente se vierte en dos botes separados al mismo nivel, para que las madejas absorban el color de manera uniforme. Éstas se sumergen en los botes y después de unos minutos se vacían la tinta y las madejas en el cazo inicial. Más adelante se sacan del agua caliente y se enjuagan con agua fría; se exprimen entre cinco y seis veces. Después de dos días las madejas se vuelven a hervir en la infusión ya mencionada. A continuación las madejas se vuelven a exprimir y se secan al sol. Posteriormente se utiliza una última tinta negra, la cual se elabora en una olla de barro enterrada de la que sólo sobresale el cuello para que mantenga una temperatura constante y no reciba luz, cuando menos por un mes. La tinta se prepara con agua, vinagre, piloncillo, cáscaras de plátano y de manzana, latas y trozos de fierro, que se utilizan según don Fidencio, “para la reafirmación del color”.
A dicha composición se le agrega posteriormente una pasta de pazcle, previamente hervido, para quitar al hilo el mal olor de los productos aplicados. Después las madejas se sumergen en una mezcla en frío de agua y “tinta de fierro” y se dejan reposando por dos días. Todo ese proceso tiene como objetivo lograr en el hilo un color negro brillante y permanente. Pero las madejas están lejos de ser un rebozo de aroma; son, por el contrario, sólo un conjunto de hilos oscuros cuyo mérito consiste en que no huelen. Están listos por lo tanto para absorber el color y el perfume de las plantas que lo van a componer.
El rebozo de aroma tiene una particularidad que lo hace distinto de las demás mortajas: lo acompaña una fragancia imperecedera. Como bien nos ha mostrado Patrick Suskind, quien carece de olor es inexistente. El olor está en todas partes, induce los sentidos, apacigua y enloquece, llama al sexo y desaparece luego como un amante nocturno. ¿Por qué entonces usa una mortaja con aroma? Para seducir a la muerte tal vez; para hacerla creer que seguimos vivos al no aceptar el olor putrefacto de nuestra propia carne, o al contrario, para aceptarla con liviandad. O quizá porque, desde mediados del siglo XVII hasta el XVIII, esa fragancia fue necesaria para evitar el recurrente mal olor de enfermos y cadáveres.
Recordemos que en los siglos XVII y XVIII novohispanos fueron comunes el hambre, las guerras, la suciedad y el hacinamiento, lo cual propició que piojos, ratas, diversos insectos y el contagio directo entre humanos, propagaran las epidemias. Hubo peste en la Nueva España y enfermedades infecciosas casi a lo largo de todo el siglo XVII y en el XVIII por lo menos en 1714 y luego en 1736 y 1737. Para eludirlas se recurrió a toda clase de remedios y rezos, siendo común “purificar el aire con olores aromáticos y salutíferos que recrearan el espíritu y reconfortan el cerebro”, así como “el manejo de plantas medicinales propias de la botánica mexicana, cuyos beneficios habían sido ampliamente reconocidos desde los primeros años posteriores a la Conquista”. Según el protomédico Francisco Hernández, las plantas medicinales prehispánicas se usaron para el combate de la peste de 1575 y 1576. Entre ellas se encontraba el tlatlancuaye “que relaja la convulsión de los nervios y los dolores que proviene de la peste india”.
A juzgar por las yerbas utilizadas en el rebozo de aroma, su existencia implica algo más que una peculiar mortaja. Este rebozo parece ser un jardín virreinal.
El pericón, conocido también como yauhtli, es una planta asociada antiguamente al culto a Tláloc y en la actualidad está relacionada al culto a San Miguel. Aparece junto al arroyo en el mural de Tepantitla en Teotihuacán, en el que se representa al paraíso de Tláloc o Tlalocan. Según Xaviel Lozoya, “el dios Tláloc era dueño del agua y por lo tanto de la reproducción de la vida, estaba directamente relacionado con la salud y con la medicina”. En la investigación de Doris Heyden, el paraíso de Tláloc está presidido por Xochiquétzal (la diosa que encarna el huizache), la cual estaba casada con Tláloc según la mitología mexica. Xochiquétzal era la “deidad que acogía a los muertos por el agua, que, portando sus ramas reverdecidas cantan o recitan bellos mensajes en agradecimiento por su incorporación al paraíso, donde se ocuparán por el resto de la eternidad en jugar, cantar, nadar y disfrutar de la belleza del jardín”. Las ofrendas descubiertas en el Templo Mayor en la Ciudad de México tenían restos de yauhtli. Sus usos terapéuticos están registrados en el Códice de la Cruz-Badiano, y Sahagún los menciona en el Códice Florentino. Está considerado como una de las nueve plantas psicotrópicas de la época prehispánica. Dice Dora Sierra Carrillo: “Si en las regiones vascas de Cruz Perpetua se pone en las casas de día de San Juan para protegerse de brujos y demonios, aquí, en el Centro de México, la cruz de yauhtli o pericón se coloca el 28 de septiembre (un día antes del culto a San Miguel) para proteger contra los “malos aires”, que pueden dañar las cosechas de los hogares y la vida de la comunidad”.
Aromatizadas ya las madejas, se necesita todavía “hacer otro secado y el almidonada con fécula de maíz, para dar de nuevo consistencia al hilo”. Finalmente el rebozo es tejido en telar de pedales, donde sus hebras, en efecto, amarran mitos. El rebozo pasa después a manos de las empuntadoras que adornan su rapacejo con dibujos de nopales y mariposas. “Luego, dice don Fidencio las señoras me lo regresan, pero se tardan hasta un mes”.
Al final, sólo queda esperar el llamado de la muerte. Tierra fértil seremos entonces, negra tierra como el rebozo, abono de un jardín virreinal o del paraíso prehispánico. Una prenda, la del rebozo de aroma, que ofrece tranquilidad en la sepultura y placidez en la vida. Su olor sólo puede describirse por una sensación: la de un dulce en la boca. A eso sabe acaso la muerte.
Emma Yanes. Es investigadora del INAH. Tiene maestría en historia de la ciencia y la tecnología por la UNAM. Ha publicado Cuentos de nadie; Me matan si no trabajo y si trabajo me matan: historia de la comunidad tecnológica en México, 1850-1950 y Pasión y coleccionismo, el Museo de Arte José Luis Bello y González. Su último libro se titula Araceli: la libertad de vivir, Nicaragua, 1979-79.
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