18 / 03 / 25
Cuando las artistas europeas se instalan en México

Los miembros del grupo surrealista gustaban de las fascinaciones singulares y las atracciones enigmáticas. México era una de ellas. Para comprender esta atracción, hay que entender que este país se encuentra en la encrucijada de sus ideales; ofrecía mitos y revolución, estética y misterio.
Philippe Ollé-Laprune

México ocupa un lugar único y significativo en la historia del arte latinoamericano de la primera mitad del siglo XX. Como único país del continente que vivió una revolución agraria que sacudió sus estructuras políticas, sociales, culturales y artísticas, resistió e incluso se opuso, hasta los años cincuenta, a la penetración de las corrientes abstractas, favoreciendo un movimiento figurativo, mexicanista y comprometido. Conocido como la Escuela Mexicana, con los tres grandes artistas Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco como líderes carismáticos, cada uno con un estilo diferente, este movimiento predominante se distinguió por sus pinturas murales que cubrieron las paredes de numerosos edificios de todo el país hasta mediados del siglo XX.

En este panorama tan particular, las voces discordantes han tenido dificultades para expresarse y afirmarse tanto en el plano estético como en el temático. Y esta situación será aún más notable en el caso de las mujeres. Algunas artistas se atrevieron a romper con el marco formal e iconográfico de la Escuela Mexicana como la fotógrafa Lola Álvarez Bravo, con sus fotomontajes modernistas y la pintora María Izquierdo, cuya fuerte personalidad se afirma tanto intelectual como artísticamente con un vigor formal que a veces tenía tintes surrealistas. Autodidacta Nahui Ollin, conocida sobre todo en tanto que musa, permaneció infravalorada durante mucho tiempo. Más tarde, a finales de los años cincuenta, Lilia Carrillo confirmó su apego a la informalidad, mientras que Frida Kahlo se había convertido, desde los años treinta, en el más extravagante y célebre paradigma de esas supuestas libertades de ser o de hablar -a la mexicana- de uno mismo.

A partir de 1921, un movimiento de sesgo futurista, el Estridentismo, congregó a escritores, pintores y grabadores que produjeron obras de una modernidad impactante, sobre todo alrededor del tema de la ciudad; pero en tal movimiento no resulta menos notable la ausencia de mujeres. Fue en esa época cuando empezaron a llegar artistas extranjeros.
En 1925, la joven Olga Costa llegó de Alemania con su familia. Casada con una de las figuras más destacadas de la Escuela Mexicana -José Chávez Morado, pintor, grabador y muralista, a través del cual conoció los principales círculos intelectuales y artísticos de la época- Olga se sintió muy inspirada por un México que le pareció “exótico”. Le seducía los colores de los mercados y el folklore y las costumbres de las comunidades indígenas.
Considerada como una de las pioneras de la fotografía moderna en México, donde llegó en 1923 en compañía del fotógrafo norteamericano Edward Weston, la italiana Tina Modotti debe su fama a las fotografías que realizó allí. Al igual que Olga Costa, frecuentaba los círculos comunistas, todopoderosos en el mundo del arte posrevolucionario, y su compromiso se refleja en la elección de sus temas.

Fanny Rabel, nacida en Polonia, llegó a México, con su familia en 1938, huyendo de las persecuciones antisemitas. Artista comprometida, siguió los pasos figurativos de la Escuela Mexicana y colaboró con Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, con quien realizó varios murales. Para esta artista, México fue tanto un refugio como un fértil terreno de inspiración que les permitió desarrollar su personalidad y contribuir con su obra y su compromiso a la evolución dinámica de la producción mexicana de aquellos eclécticos y prolijos años de la primera mitad del siglo XX. Esta situación fue compartida por otras dos fotógrafas que, al optar por México como tierra de elección y exilio, contribuyeron a hacer de la fotografía mexicana una de las más brillantes y diversas de América Latina.
Kati Horna, de origen húngaro, quien en sus inicios fue fotógrafa de guerra en la Guerra Civil de España, desde el bando de la República, llegó en 1938 con su marido, el escultor catalán José Horna.

En cuanto a Mariana Yampolsky, norteamericana de origen ruso, lo que la atrajo a México en 1945 fue el estudio del grabado y la reputación del Taller de Gráfica Popular.
Al igual que en los casos de todos esos artistas exiliados, algo que sería decisivo en el caso de Alice Rahon, para el desarrollo y éxito de su obra creativa, fue la curiosidad y éxito de su obra creativa, fue la curiosidad y el apego por su nuevo país. No cabe duda de que las raíces de la identidad artística de todos ellos se encuentran en la apasionada relación que mantuvieron y cultivaron, no con el México de meras apariencias y su cultura urbana y cosmopolita, sino con un México mágico, mítico, rural en general y, fundamentalmente, índigina, secreto.
Cuando observamos la llegada de artistas extranjeras a México a partir de los años treinta, y el papel que más tarde desempeñarían en la vida artística mexicana, vemos hasta qué punto las surrealistas desempeñaron un papel fundamental. Algunas de ellas aunque ya tenían una trayectoria como creadoras, participaron en el movimiento en calidad de musas, o de modelos. También fueron aceptadas en el círculo surrealista a través de sus parejas. Alice Rahon fue introducida por su marido, el pintor Wolfgang Paalen, así como la española Remedios Varo lo fue por el poeta Benjamin Péret y la inglesa Leonora Carrington por su compañero, el pintor Max Ernst.
Alice se encontró con esos artistas, exiliados en México, al igual que ella, a principios de los años cuarenta. En su última entrevista en México, en octubre de 1987, aludió a su entrada en el grupo surrealista parisino como poeta: “Siempre le dije a Éluard y a Breton que, para ser admitida en su círculo, las mujeres tenían que demostrar sus cualidades y trabajar diez veces más que los hombres. Después de todo, los surrealistas no eran tan feministas”. Sin embargo, Alice Rahon tampoco lo era realmente, no en el sentido en que el término se utilizó a partir de 1968.

Si la situamos en su contexto, es más bien su libertad como mujer de esa época lo que evitaríamos al hablar de ella. Alice cultivó una feminidad exagerada y ostentosa; le encantaba seducir con sus palabras lo mismo que con su belleza, dejarse fotografiar y mostrar su deslumbrante desnudez. Sin embargo, la mujer como tema nunca aparece en su obra. Sus dos únicos autorretratos conocidos ignoran la representación realista de sus propia persona y se inscriben en una evocación metafórica o simbólica.
La obra de Remedios Varo, 1908-1963, constituye, junto con las de Joan Miró, Salvador Dalí y el canario Óscar Dominguez, una de las más importantes aportaciones de España al surrealismo. La artista se instaló en París en 1937 con su marido, el poeta Benjamin Péret, a quien había conocido en Barcelona. Ella será una de las artistas que mantuvo una relación más temprana y más estrecha con el núcleo surrealista de París. Pero será en México donde el arte de Remedios Varo alcanzará realmente su plenitud. La pareja llegó a México en 1949, dos años después de la famosa exposición surrealista organizada por César Moro y André Breton, en la que figuraba un cuadro de ella.

“Remedios Varo fue una exiliada dentro de ella misma”, apunta Ida Rodríguez Prampolini en su libro sobre el arte fantástico y surrealista en México. Conviene subrayar esta frase porque confina el surrealismo de Remedios Varo a sus verdaderas fronteras, las de la identidad íntima. Aunque movida por el arte prehispánico y la cultura popular mexicana, la verdadera fuente de inspiración de la artista fue ella misma, como fue el caso de Frida Kahlo y, hasta cierto punto, el de Alice Rahon.

La obra de Remedios Varo es fruto del intelecto, de la reflexión, del pensamiento permeado por inquietudes metafísicas e inspiración vinculadas a mundos ocultos, totalmente imaginarios, nos sumerge en una atmósfera mágica y onírica, donde reinan hadas, duendes, animales y seres metamorfoseados que evolucionan en las extrañas arquitecturas y máquinas que los albergan o los transportan. “El mundo de los objetos, tan caros a los surrealistas, tiene tanta vida activa en estas pinturas como los seres vivos: las cosas actúan, se trasladan, se prolongan, muerdes, buscan, tantean, gesticulan”.
En la introducción del catálogo de la catálogo de la exposición Cinco mujeres, celebrada en Ciudad de México en 1995, la historiadora de arte Lourdes Andrade escribe:

“Tres brujas errabundas, oficiantes de Artemisa, llegaron al dominio de Coyolxauhqui huyeron de un demonio llamado nazismo. El panteón mexica abrió los brazos a sus poderes insondables. Ellas -Remdios Varon, Leonora Carrington y Alice Rahon- llegaron cargadas de misterios, de secretos sólo develados a los adeptos, a los adoradores de la noche, aquellos cuyo espíritu tiene rasgos gatunos, a los iniciados”.

Alice Rahon en París, años treinta. Fotografía de Wolfgang Paalen.

Christine Frérot. Es doctora en historia del arte y es especialista en arte mexicano moderno y contemporáneo. Estudió y trabajó en México durante más de diez años. Investigadora en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales y profesora en la Universidad de París.

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