17 / 06 / 25
Códices mayas
David Stuart

Fue grande el asombro de los conquistadores españoles cuando descubrieron los “innumerables libros” en los que los mayas habían plasmado su sabiduría. Los volúmenes que se conservan son sobre todo de índole ritual. Su uso estaba restringido a los ah k´iness, los sacerdotes que, ayudados de estos bellos documentos, podían determinar qué ritos debían celebrarse y cuándo debían hacerlo, y también seguir las trayectorias de ciertos cuerpos celestes, como la Luna y Venus.

Cuando la expedición de Hernán Cortés llegó a las costas de Mesoamérica y desembarcó en la isla de Cozumel en febrero de 1519, entre las primeras cosas que hallaron los españoles estaban los libros de los mayas. Tal descubrimiento fue una gran sorpresa, como lo evoca el cronista temprano Pedro Mártir de Anglería, al descubrir lleno de asombro la escena de un poblado desierto visitado por aquellos primeros exploradores: “Los indígenas, presas de temor, huyeron a sus espesos bosques, abandonando los pueblos. Penetraron los nuestros en sus vacías moradas y disfrutaron de los alimentos del país; hallaron aquéllas adornadas con variados colores, así como tapices, vestidos y mantas de rústico algodón, a las que llaman “hamacas”. Poseen también, oh Santo Padre, innumerables libros”.

Los españoles quedaron atónitos de que hubiesen entre esos nativos del Nuevo Mundo libros tan elaborados, algo que nunca habían visto entre los indios de Cuba o de las islas del Caribe. Ésta habría sido una de las primeras señales de que estaban a punto de hallar en tierra firme, en Yucatán y en lo que hoy es México, una civilización muy distinta y mucho más compleja. Desde un punto de vista actual, parece increíble que haya habido “innumerables libros” en lo que probablemente no fuera sino un asentamiento relativamente pequeño, por lo menos comparado con otros pobladores mayas de la península. Pero de cualquier manera, la isla de Cozumel era un importante centro religioso y de peregrinaciones, y es posible que los españoles se hayan topado con la biblioteca de algún jerarca importante que dirigía las ceremonias religiosas.

Los libros pintados son una de las más altas expresiones artísticas e intelectuales de los antiguos mayas. Los textos sagrados sobre mitología, historia y los sistemas de medición del tiempo se escribieron y copiaron miles y miles de veces en manuscritos hoy perdidos: sólo cuatro de ellos se conservan. Se trata de una tradición de producción literaria que se remonta por lo menos a principios del periodo Clásico, alrededor del año 200 d.C., aunque es casi seguro que ya antes haya existido manuscritos entre los mayas del Preclásico. Los glifos pintados más antiguos que se conocen, en los muros del templo en San Bartolo, Guatemala, que son anteriores al 300 a.C., tiene un estilo pictórico y detallado que refleja con claridad un arte del escriba plenamente desarrollado y que debe haberse centrado en la producción de libros. Así, aunque se suela pensar que los antiguos mayas plasmaban sus registros históricos en grandes monumentos de piedra, la mayor parte de la literatura maya alguna vez estuvo entre las páginas perecederas de manuscritos como los que encontraron Córtes y sus hombres.

Otra descripción de los primeros años de la Conquista, escrita por el franciscano Antonio de Ciudad Real, da una buen idea de para qué servían los libros mayas en tiempos antiguos: “Son alabados de tres cosas entre todos los demás de la Nueva España, la una es que en su antigüedad tenían caracteres y letras, con que escribían sus historias y las ceremonias y orden de los sacrificios de sus ídolos, y su calendario, en libros hechos de cortezas de ciertos árboles, los cuales eran unas tiras muy largas de cuarta o tercia de ancho, que se doblaban y recogían, y venían a quedar a manera de un libro encuadernado en cuartillas, poco más o menos. Estas letras y caracteres no los entendían sino los sacerdotes de los ídolos, que en aquella lengua se llaman ahkines, y algún indio principal; después las entendieron y supieron leer algunos frailes nuestros, y aun las escriben, y porque en estos libros habían mezcladas muchas cosas de idolatrías, los quemaron casi todos y así se perdió la noticia de muchas antiguallas de aquellas tierras que por ellos se pudieran saber”.

Esta descripción vívida y detallada corresponde muy adecuadamente a los documentos que se conservan y apunta a varios conceptos clave sobre el papel de los libros, la escritura y la alfabetización entre los mayas, por lo menos a principios de la época colonial. Primero, nos da una descripción general del propósito de tales libros en los que se consignan las ceremonias y “el orden de los sacrificios” a sus dioses, algo que vemos claramente reflejados en los libros mayas que milagrosamente nos han llegado: todos son de índole ritual y de preceptos. También deja en claro que el uso de tales documentos estaba restringido casi por completo, si no es que totalmente, a los ah k´ines, los sacerdotes. Es probable que a lo largo de la historia maya la lectura y la escritura de glifos no hayan sido habilidades generalizadas, sólo se aprendía en los palacios y los templos de la élite. La breve mención de fray Antonio de Ciudad Real de que hubo frailes que aprendieron a leer y escribir glifos mayas es otro detalle notable de la historia colonial temprana. No nos queda más que imaginar el conocimiento que pudieron tener aquellos franciscanos y dominicanos sobre la antigua cultura maya que estaría destinada a desaparecer.

En el maya Clásico, la palabra para libros era huun, que también significa papel y que designa al árbol de amate del que se hacía. Así, huun se refería a la sustancia material del papel y asimismo a las cosas hechas con él: no sólo los libros, sino también por ejemplo cintas rituales para la cabeza, que eran símbolo de gobierno y rango. El término se conservó hasta hace poco entre los mayas lacandones, que llamaban chak huun, papel rojo, a esos tocados rituales, hechos de papel de amate y teñidos de rojo. En distintas escenas pintadas en vasijas mayas hallamos representaciones de libros, a menudo sostenidos o depositados frente a dioses asociados con las artes del escriba y del pintor. Esas imágenes muestran con claridad la forma en acordeón de los libros y, casi siempre, también sus portadas y contraportadas hechas de papel de jaguar. Dada la asociación del jaguar con la categoría del poder y la realeza, tales cubiertas eran sin duda las más lujosas que había, pero probablemente no las tenían todos los libros antiguos, ninguno de los códices que se conservan muestra señales de haberlas tenido, aunque posiblemente se hayan perdido. Las representaciones de los libros también incluyen a veces cabezas y rostros ornamentados de una deidad conocida como “el dios bufón”, asociado a las páginas abiertas. Este dios era, creo yo, el espíritu animado del papel y del árbol de amate. Al principio, esto puede parecernos un concepto extraño, pero sabemos que los antiguos mayas consideraban que muchos materiales y sustancias eran seres animados; las piedras, los montes, el agua, el maíz y los árboles tenían cada uno su espíritu animado que los distinguía, y el amate no era la excepción. Al poner esa cabeza en la imagen de un libro, el artista marcaba las páginas de acuerdo con su sustancia material. Así, el dios bufón era el auténtico “rostro” del papel.

Por lo tanto, la palabra huun puede escribirse mediante distintos glifos que reflejan tales conexiones: 1: como una banda atada, la parte de atrás de una cinta-corona, 2: como representación del libro visto lateralmente, donde se muestran las páginas y las tapas de piel de jaguar, 3: o como la cabeza del dios bufón. Todos estos elementos tenían una función equivalente, y los antiguos escribas podían usarlos indistintamente, sin embargo, la variante “libro” es por mucho la más rara.

Los libros que se conservan

Sólo conocemos cuatro libros mayas. Tres de ellos fueron hallados en los siglos XVIII y XIX en bibliotecas y archivos europeos y han sido designados según su ubicación actual: son los códices Dresde, Madrid y París. Los tres se remontan a los últimos años de la historia maya antigua, desde el llamado periodo Clásico. Es posible que uno de ellos, o quizá más, haya sido obtenido en Yucatán a principios del siglo XVI, quizá incluso en el momento mismo de la presencia de Cortés en Cozumel, aunque las circunstancias de su recuperación y traslado a Europa siguen siendo desconocidas. Un cuarto libro maya es el conocido como Códice Grolier, que salió a la luz en la década de 1960; se dijo que había sido hallado en una cueva seca en Chiapas. Esta pieza se mostró en el Club Grolier en Nueva York como parte de la gran exposición sobre la escritura maya titulada The Maya Scribe and His World, y actualmente se conserva en la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia Doctor Eusebio Dávalos Hurtado de la Ciudad de México. Pese a que hay quien afirma que es una falsificación moderna, considero que puede ser auténtico, del Posclásico Tardío; su estilo peculiar probablemente responde a su origen y manufactura en Chiapas, a cierta distancia de Yucatán.

El Códice de Dresde es sin duda el más antiguo de los que existen de toda Mesoamérica. La primera referencia a él data de 1739, cuando fue adquirido por el director de la Biblioteca Real de Dresde, quien luego lo donó a la institución. Sus 74 páginas de escenas prolijamente pintadas y textos glíficos encierra un tesoro de información sobre la religión y la astrología de los antiguos mayas, con anotaciones acerca de la cronología y naturaleza de los rituales propicios para determinados dioses. Como los otros libros mayas, el Dresde se divide en muchos capítulos o secciones distintas, cada uno con un tema diferente. Sin embargo, en lugar de ocupar páginas separadas, los almanaques y tablas se distribuyen en bandas horizontales de distinto largo que se prolongan a lo largo de muchos folios. Se observa que una página característica del Dresde se divide en tres niveles de iguales proporciones, cada uno con imágenes de dioses y anotaciones jeroglíficas que se leen de izquierda a derecha, con frecuencia abarcando buen número de páginas. Los otros códices que están en Europa presentan una estructura semejante, pero cada uno de ellos tiene un formato distinto y su colección de almanaques, que a veces se empalman uno con otros, pero que por lo demás reflejan los diversos intereses y necesidades de los sacerdotes en distintos lugares y momentos de la historia maya.

Fue a partir de los primeros trabajos sobre el Códice de dresde, en las últimas décadas del siglo XIX, cuando nacieron los campos de la epigrafía y la iconografía mayas, gracias a los esfuerzos pioneros de Ernst Forstemann, Eduard Seler y Paul Shellhas. Forstemann era bibliotecario en jefe de la Biblioteca Real de Dresde y prácticamente no sabía nada de arqueología maya. Poco después los arqueólogos que trabajan en México y Guatemala hallaron fechas de la Cuenta Larga en excavaciones en toda la región. Seler y Schellhas también hicieron contribuciones clave para la investigación temprano sobre los mayas, estudiaron la iconografía de varias deidades en los códices y lograron identificar figuras importantes: Chaak, el dios de la lluvia; el dios del maíz y el dios del Sol. Este trabajo dio pie a los arduos esfuerzos por interpretar el arte y la iconografía de los antiguos mayas y fue la plataforma para los estudios que continúan hasta hoy.

Este códice está organizado como un compendio de registros calendáricos que daba cuenta de la vida ritual y cotidiana, así como de cálculos astronómicos.

Los almanaques y las tablas

Podemos considerar todos los códices mayas como manuales para actividades rituales. Eran celosamente guardados y custodiados por los sacerdotes en razón de sus trascendentales saberes esotéricos. El sacerdote, usando los distintos almanaques y tablas, podía determinar qué ritos debían celebrarse y cuándo hacerlo, según los significados rituales de determinados días, y también seguir las trayectorias de ciertos cuerpos celestes, como la Luna y Venus, a los que se consideraba dioses por derecho propio.

La estructura de los almanaques suele ser sencilla. Podemos ilustrar cómo se leían y usaban mirando con atención las láminas de 40 y 41 del Códice de Dresde. Al examinar la columna de glifos a la izquierda, veremos que consiste en cinco signos de días, encabezados por el número 1 rojo arriba. Éstos representan distintos puntos de partida para el almanaque en el calendario de 260 días: 1 Ahaw, 1 Eb, 1 Kan, 1 Kid y 1 Lamat. Estos días están asociados con la escena que se ve inmediatamente a la derecha, que muestra a Chaak remando en una canoa sobre el agua. Para utilizar el almanaque, tomamos los números pintados en negro y rojo para calcular nueve estaciones de días. El 10 negro es intervalo de diez días, que nos lleva a 11 Ok, sólo el once se representa, pues se entiende que el día es Ok, diez días después de Ahaw. Este día está asociado con la escena siguiente, muestra a Chaak sentido sobre el glifo “tierra”. Otro intervalo de tiempo escrito sobre el dios especifica que contamos diez días más para llegar al 8 Ahae, cuando en la imagen siguiente vemos Chaak sentado sobre una banda celeste. Seguimos calculando así y pasamos a la página siguiente, donde tres imágenes más de Chaak muestran su situación con intervalos de diez, tres y nueve días, antes de volver a la siguiente estación asentada en la columna inicial de la página anterior, o sea 1 Eb. Cada secuencia de seis imagénes abarca un lapso de 52 días, y una vez transcurridos cinco de estos ciclos sumaremos 260 días; un ciclo tzolk´in completo. De este modo, el sacerdote pedía mantenerse alerta acerca de los “movimientos” exactos de los dioses y sus disposiciones o situaciones a lo largo del tiempo ritual. Es importante señalar que los textos glíficos arriba de cada escena también especifica diferentes ofrendas para los distintos días, incluyendo pescado, venado y diversos panes de maíz, posiblemente lo que los sacerdotes presentaban a Chaak en el templo, quizá ante una efigie del dios.

Otro almanaque, en el Códice Madrid, es un poco menos esotérico y se centra en los rituales relativos a las colmenas, una importante actividad agrícola entre los antiguos mayas. Una secuencia de imágenes en la página 55 muestra a las abejas con sus colmenas rectangulares, frente a las ofrendas a los dioses, similares a las que acabamos de ver en el Dresde. Los glifos sobre cada escena dan una secuencia de tres días en el calendario de 260 días, por ejemplo, 4 Kib 5 Kanban, 6 Etz´nab, seguidos por una frase como u pak´u kab k´awil, la construcción de la colmena del dios K´awil. Está claro que las deidades agrícolas importantes tenían sus colmenas y que en almanaques como éste se indicaba a los sacerdotes qué días eran los mejores para construirlas. Mucho más complejas son las tablas astronómicas y astrológicas que están en el Códice Dresde. Comprenden varias páginas dedicadas a las ceremonias para el año nuevo, un momento significativo de renovación del mundo para los antiguos mayas. Aquí, cada uno de los dioses regentes del año aparece transportado en el lomo de una deidad tlacuache, arriba de cada página y al día siguiente se le ve instalado en su templo, en la parte central de cada página. Por último, el tercio inferior presenta al dios del año siguiente que ofrece sacrificios frente a un árbol en una de las cuatro direcciones del mundo, como preparativo de su llegada como patrón del año.

Otra sección del Dresde incluye complicadas tablas que calculan los movimientos de Venus, y que enfatizan cuatro posiciones determinadas del planeta en su ascenso y ocaso como lucero de la mañana y estrella del atardecer. El primero en descubrir esto fue Ernst Forstemann, en una de las grandes hazañas intelectuales de la investigación sobre los mayas. Forstemann reconoció una serie de intervalos de días específicos escrita en la parte baja de las láminas 46 a 50 como anotaciones contables de rayas y puntos en el sistema de la Cuenta Larga: 1, 236 días, que relacionó con el colapso en que Venus es visible como estrella de la mañana, 2, 90 días, que corresponden a su invisibilidad en la conjunción, 3, 250 días en que Venus otra vez es visible, pero como estrella del atardecer, y 4, un periodo de ocho días en que el planeta vuelve a desaparecer en la conjunción inferior. Estos números mayas no son realmente un reflejo atinado de la realidad astronómica.

Parece existir en esta correlación una discrepancia significativa, salvo por el último número. Pero debemos recordar, como lo hizo Forstermann, que los intervalos medios de días para las apariciones y desapariciones de Venus se derivan de los periodos de días observados que varían considerablemente año con año. Los mayas obtuvieron sus propias aproximaciones al esquema, y las hicieron cuadrar y corresponder bien con otros tipos de ciclos. El primer número, 236, conectado con la visibilidad de Venus como estrella de la mañana, “se equivoca”, por 30 días, pero equivale a ocho meses lunares. Así también, los 90 días son tres meses lunares. Para los guardianes del tiempo maya, lo importante parece haber sido derivar un número que abarca conceptualmente distintos tipos de fenómenos celestes, y aquí se usa a Venus como marco de referencia para presentar ciertas elegantes simetría de los cielos, aunque un tanto forzada. Aun en las máximas demostraciones de las capacidades astronómicas de los mayas, vemos cómo el movimiento de los planetas sólo era significativo cuando se contextualizaba en un cosmos más amplio de dioses y números.

Los antecedentes

Por desgracia no tenemos libros de la civilización maya del Clásico, pese a que se sabe que los códices eran parte esencial de la ostentación cortesana y la actividad religiosa. Sin embargo, un muy reciente descubrimiento en la selva del norte de Guatemala ha venido a arrojar una luz inédita sobre nuestra forma de entender la práctica de la escritura de los primeros mayas. En las vastas ruinas de Xultun, al noreste de Tikal en Guatemala, las excavaciones revelaron una pequeña cámara originalmente decorada con complejos murales policromos, que datan de fines del Clásico, alrededor del año 800 d.C. Estas pinturas muestran a un rey maya rodeado por varios cortesanos. Sin embargo, aquí el foco de interés no son los murales, pues años después de que se pintaron, la cámara se utilizó de nuevo como lugar de trabajo de antiguos escribas y sacerdotes del calendario.

En una sección de uno de los muros hay pequeñas anotaciones de glifos y fechas, a veces pintados sobre la decoración original. También incluyen tablas y registros complejos usados para los cálculos calendáricos: precisamente el tipo de información que vemos en el Códice de Dresde y otros manuscritos. Aquí se reproduce una de estas tablas, y su apariencia es muy similar a las columnas de números que vemos en los códices posteriores. Otra tabla particularmente compleja de Xultún consiste en 27 columnas de números, sobre cada una de las cuales está una de las tres cabezas de deidades que se repiten y que representan a la Luna o un aspecto de ella. Esta tabla estaba muy dañada, pero sobre la base de las partes que se conservan pudimos reconocer que computaba una cuenta de seis meses lunares: lo que se conoce como semestre lunares, que abarcan 177 o 178 días. Así que queda claro que se trata de un calendario lunar usado por un astrónomo antiguo para calcular cuál era el dios tutelar de determinado periodo lunar sobre un lapso de trece años. Sin duda fue copiado de un libro antiguo. De hecho creemos que los escribas en Xultún copiaron éstas y otras anotaciones en las paredes de su sitio de trabajo para tenerlas a la mano como referencia mientras realizaban complicadas operaciones de cálculo sobre la Luna, Venus y distintos ciclos calendáricos. Por supuesto que los escribas y matemáticos de la época no podían abrir y consultar continuamente los libros en acordeón, delicados y escasos, que quizá ni siquiera estuvieran siempre disponibles, pues eran documentos valiosísimos, así que se copiaba la información pertinente en la pared, tal como un científico moderno copia en el pizarrón de su oficina una fórmula matemática.

La cuenta regresiva de 260 días, dividida en 20 trecenas, crea un cosmograma que vincula el tiempo con los puntos cardinales y los dioses que rigen cada dirección. El dios del tiempo, Xiuhtecuhtli, preside al centro.

David Stuart. Es doctor en antropología por la Universidad Vanderbilt. Es director del Centro Mesoamérica y profesor del Departamento de Arte e Historia del Arte de la Universidad de Texas, en Austin. Por más de dos décadas, sus investigaciones se han centrado en el arte y la epigrafía de la cultura maya, especialmente los de Copán. Honduras y Palenque, México.

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