Emparentada con el capricho, la postal se mostró dúctil a cuantas transformaciones fueron necesarias para satisfacer al público. Las casas editoras orientaron estos cambios: lo mismo la vistieron con la poesía de Acuña y la pintura europea que con escandalosas innovaciones y, en algunos casos, audacias pagadas con la prisión.
Con la popularización de la fotografía en el siglo XIX las dimensiones teóricas del mundo se redujeron y el conocimiento de lugares remotos se volvió accesible y cercano. Con ello, surgió la necesidad de comunicar esta nueva realidad por medio de un vehículo eficiente –lo práctico es un valor estimado desde entonces– y, en lo posible adaptarlo para una sociedad muy diversa y demandante de información. Dicho reclamo fue atendido por el correo, concretamente por las tarjetas postales, que tuvieron una excelente acogida en el país. Proliferó entonces la Sonora News Co., en las calles de Gante 4 y Las Estaciones 12; la Iturbide Curio Store, en San Francisco 12; la Casa Miret, en Plateros 4; la W G. Walz Co., dirigida por T. G. Weston y localizada en San Francisco 3; la American Stamps Works, en la segunda calle de San Francisco; la Aztec Store y Félix Martín en la quinta de Capuchinas, entre otras, ofrecían al público gran variedad de tarjetas en diferentes presentaciones.
La Casa Miret –que se jactaba en su publicidad de ser “la primera y más antigua del ramo”– importaba y editaba tarjetas postales artísticas, como las que incluían versos de Manuel Acuña, muy apreciadas porque ahorraban al público el tener que inspirarse para versificar. Para las “personas cultas y de buen gusto artístico”, la Casa Miret ofrecía su colección de “Cuadros célebres” que, hasta 1906, se componía de 43 obras diferentes. El costo variaba según la presentación y el material: desde un peso por la docena de tarjetas en blanco y negro hasta seis por la docena impresa en relieve o en seda.
Estas postales se ganaron un sitio propio al lado de las obras de arte en exposiciones como la realizada en 1905 en la Escuela Nacional de Bellas Artes y que Luis G. Urbina reseñara para El Mundo Ilustrado: “La Caridad pidió al Arte una limosna y el Arte, que es noble, generoso y sentimental, la dio a manos llenas. La exposición de pintura y tarjetas postales, abierta en los salones de nuestra Academia, es el arca de las dádivas. La exposición resulta interesante para el soñador, para el artista y para el curioso. Hay en ella mucho qué ver y algo en qué pensar: desde la primorosa escultura –filigrana de estatutaria– de Benlliure, La estocada de la tarde, hasta las minuciosidades microscópicas de las tarjetas; autógrafos de magnates, frases líricas de compositores, ‘patas de mosca’ de comediantes célebres, rasgueos y lapizadas de ilustradores”.
Otras editoras, como la Sonora News Co., aprovecharon la infraestructura ferrocarrilera para distribuir sus productos, sobre todo entre los turistas que, con la guía Terry’s Guide to Mexico –publicada en 1909 por esa empresa– en la mano, recorrían las capitales y las poblaciones más remotas del país con facilidad y relativa seguridad. Durante el recorrido, les resultaba práctico adquirir las tarjetas postales de su gusto y enviarlas a casa con las impresiones del viaje escritas.
En esta guía de viajeros se describian los itinerarios y honorarios de trenes; las tarifas de alquiler de los distintos medios de transporte, la ubicación de hospedaje, baños, cafés y bares; los pormenores de los trámites migratorios, así como los lugares donde se podían enviar cables, telegramas y correspondencia. Y se advertía acerca de la prohibición de enviar fotografías pornográficas. También se ofrecían recomendaciones sobre los artistas y fotógrafos de moda y sus tarjetas postales: “Percy S. Cox, departamento de Fotograbado: Mexican Herald, San Diego 9, y C.B. Waite, San Juan de Letrán 5, Ciudad de México, hacen revelados especiales para viajeros. Fotografías, vistas, postales coloreadas y artículos similares en la Sonora News Co., American Book and Printing Co., The Aztec, Bluebook Store y en las distintas tiendas de recuerdos en la avenida de San Francisco. Las bellas fotografías en color trabajadas por H. Ravell, y las excelentes vistas de Cox, de Scott y de Waite, son recuerdos artísticos en venta en la tienda de la Sonora News Co.” La explosión comercial de los pequeños cartones entusiasmó a otros pequeños pero ingeniosos editores –J. Granat, Latapí y Bert, J.G. Hatton y aquellos que se identificaban únicamente con las siglas J.C.S.,F.M (¿Félix Martín) o H.S.B. –a buscar un espacio para sus innovadores productos. Uno de ellos fue descrito con entusiasmo en la publicación filatélica El eco Postal: “Después de la tarjeta fonográfica (encuentro) una novedad llamada a ocupar un puesto importantísimo en el mundo de las colecciones, según pronóstico de los anunciantes. Se trata de la tarjeta postal Besograma. Imagínense los lectores una tarjeta postal de tamaño común cuyo reverso está dividido en dos partes: en la izquierda se encuentra un corazón de color rojo, ligeramente adherente a los labios cuando lo tocan, e inofensivo a la salud; en la de la derecha se encuentra una guirnalda de flores sostenida por unos pequeños cupidos, y en el centro un espacio libre destinado a imprimir el beso que quedará dibujado con la sustancia colorante de que los labios impregnados al posarse sobre el rojo corazón”.
Otros editores, como informa el carto-filatelista Samuel Macías Valdés en la misma publicación especializada, incorporaron en su manufactura una tradición mexicana: “pocos han visto las hermosas tarjetas mosaico hechas en México, debido a su rareza y difícil ejecución. No solamente las tarjetas cuyos diseños están hechos con plumas, pero también las hermosas flores hechas con el plumaje de los abigarrados pájaros tropicales existente en México, deben verse y apreciarse, pues su semejanza a las flores naturales es maravillosa”. Esta inquietud innovadora, empero, se vio confrontada en México, como en otros países, a ciertas restricciones gubernamentales que, por razones políticas o religiosas, prohibía la representación de ciertas figuras como el conde Tolstoi en Rusia, el príncipe consorte en Holanda cualquier mujer musulmana en Turquía. En México, por ejemplo, el fotógrafo estadounidense Charles B. Waite fue castigado, en 1901, con una breve estancia en la cárcel de Belén por haber ignorado una disposición del Código Postal que prohibía el envío por correo de material “indecente”. La nota de El Imparcial que consigna los hechos informa que en un primer envío, no sancionado, Waite “había procurado encontrar tipos de mujeres desgreñadas, sucias, desgarradas en sus ropas y hombres degenerados por todos los vicios”, mientras que las postales de un segundo paquete mostraban a “dos muchachos sucios y en un grado de miseria absoluta corroídos por las enfermedades y a los que hacían pendant (sic) las fotografías de dos niñas de 10 a 12 años”, lo que valió su aprehensión.
Acotados por las normas del correo, las veleidades de los gobiernos y, sobre todo, por el gusto de la gente, los editores nunca cejaron en su ingenio y atrevimiento; al contrario saciaron a los usuarios con sus fruslerías y, al tiempo, dejaron en la curiosidad del coleccionista –el modesto historiador– la misión de desentrañar la pequeña historia que giraba en torno a las tarjetas postales.
Francisco Montellano. Es historiador por la UNAM, especializado en fotografía mexicana. Autor de los libros C.B Waite, fotógrafo. Una mirada diversa sobre el México de principios del siglo.
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