
Con asombro, los españoles descubrieron que los indígenas de la Nueva España eran aficionados a una noble bebida a la que muy pronto atribuyeron virtudes terapéuticas. Aquí la historiadora nos presenta un documento del siglo XVII en el que el bachiller Antonio de León Pinelo detalla los poderes curativos y algunas discusiones morales que se gestaron en torno a este brebaje tan excepcional que algunos “tomaban por regalo”.
Para los europeos, América no existió hasta 1492, tampoco sus productos naturales, incluido el cacao que, sin mayor contratiempo y convertido en chocolate, se adueñó del paladar de los recién llegados. Pocos años tardó en cruzar el océano en las húmedas y tal vez malolientes bodegas de alguna nao española que zarpó de Veracruz con destino a la Madre Patria. Esta bebida exótica tan ajena a sus recuerdos o querencias del pasado, pronto pasó a ser parte de las fantasías individuales y colectivas de la sociedad peninsular, que imaginó las Indias, a sus habitantes y sus productos a partir de contrastes o diferencias respecto de la cultura europea y de la región cristiana. Cada año más españoles tenían a su alcance un tentador fruto de las tierras conquistadas, porque al tocar los granos de cacao, molerlos, percibir su aroma, darle sazón con otros ingredientes y, como recompensa, disfrutar de una xícara de la espumosa bebida, percibían, cada quien a su manera, las bondades, el encanto y la seducción de un continente que exaltaba su imaginación.
Mi fuente primaria para compartir con el lector es un valioso libro escrito por el bachiller Antonio de León Pinelo publicado en Madrid en 1636: Questión moral. Si el chocolate quebranta el ayuno eclesiástico, atañe a los súbditos de la Corona asentados en ambos lados del océano y se presta a múltiples lecturas. Para fines de este breve ensayo me limito a destacar que las palabras de don Antonio y sus asesores giran alrededor del hombre español, en particular de un consumidor cada día más aficionado: el madrileño bien colocado en la escala social que tiene acceso a una bebida puesta de moda por su buen sabor. Como el chocolate era un antojo caro y un ingrediente básico, difícil de conseguir, beberlo revelaba la posición del anfitrión que lo ofrecía. Su marco natural era la corte, eje político y administrativo del imperio y lugar de referencia para la vida social de una élite influyente. A más de dedicar su tiempo a las actividades propias del funcionario, el cortesano y sus allegados aprovechaban las tertulias, meriendas y reuniones informales para agasajar a sus invitados con una bebida diferente y exótica.
El capricho por el chocolate brotó en forma espontánea. En palabras de León Pinelo, paladearlo produjo en quienes “lo tomaban por regalo” la agradable sensación de un agasajo al paladar no experimentado con anterioridad.
A diferencia de los indios nuevos en la fe, los españoles eran cristianos viejos y conocían las normas morales vigentes. No obstante, en lo que atañe a este brebaje seductor deseaban sentirse un poquito libres y en días de ayuno se permitían una o más tazas de chocolate por tratarse –alegaban– de una simple bebida, no de un alimento y, por lo mismo, no interferir con la norma del ayuno.
Así presentado, el tema debió servir como un catalizador entre la obediencia supuestamente no cuestionada a la norma
–¡Dios nos libre de sólo insinuar lo contrario! – y los requerimientos prácticos de la vida cotidiana, así como también favoreció un intercambio civilizado de opiniones acerca de la salud y la enfermedad, las virtudes o cualidades de los ingredientes, las modas y las ventajas o inconvenientes de ser gordo o delgado durante el reinado de los sucesos de Felipe II.
Entre los autores indianos citados por don Antonio no faltan quienes abominan el chocolate culpándolo de cuantas enfermedades hay, mientras otros dicen que no hay tal cosa en el mundo y que, con él, engordan y traen ganas de comer y buen color en el rostro. Más aún, el doctor Juan de Cárdenas, estudioso de los efectos medicinales de las plantas indianas y respetada autoridad en la materia, sugiere adaptar la bebida para maximizar el placer y evitar cualquier posible desplacer posterior. A su parecer, no es sano tomar la espuma, por tratarse “solo de un poco de aire que avienta el estómago, impide la digestión y aun se suele poner, como dice, sobre el corazón y causar terribles tristezas”.
¿Por qué, a juicio de los entendidos, el chocolate provoca en cada organismo una respuesta diferente? ¿Cómo explicar que favorece a algunos mientras a otros perjudica? ¿A qué se debe que mientras unos engordan –algo muy deseable entonces– no faltan quienes, a pesar de consumirlo, permanecen tan enclenques y achacosos como antes? Esto sucede porque el chocolate “no conviene a su complexión o bien la persona debe estar entecada con algunas enfermedades y por tenerla arraigada y metida en los huesos, no la siente (sic) y le estorba a engordar y echa la culpa al chocolate”.
Para justificar su visión del problema, León Pinelo propone escoger la preparación más apropiada para la complexión física, el carácter y las aptitudes de cada bebedor. El ser sanguíneo, flemático o melancólico (no se incluye receta alguna para los coléricos) determinará si debe beber su chocolate frío, caliente o tibio, respectivamente.
Los hombres y mujeres “sanguíneos o calientes” tienen la tez colorada y la piel rosada. Son de buena estatura, tragones y gustosos para beber, risueños, amables y les conviene el chocolate ligero, sin atole y con poco anís, chile y azúcar. Deben enfriar sus impulsos y su calor natural tomando el chocolate frío. Por ser vehementes, sueñan con la guerra que, de manera ideal y en el lenguaje universal de los símbolos, tiene por fin la destrucción del mal y el restablecimiento de la justicia y la armonía. En la tradición cristiana, esta expresión también puede ser entendida como el combate entre la luz y las tinieblas que el hombre libra en su interior a lo largo de la vida. Es asimismo, una imagen del paso de la ignorancia al conocimiento. Los prados o campos donde se libran batallas también son sitios de paz, alimento y gozo a los que esperan acceder los justos después de la muerte.
Los “flemáticos” son por lo general gordos, de carnes muy blancas y de cabello delgado. Se enojan con lentitud, son tardos, dormilones, perezosos y con facilidad se cansan de trabajar. Necesitan energía y calor, pero sueñan con baños fríos porque a eso están acostumbrados, aunque bien les vendría tomarlos calientes para templar su frialdad habitual y alejar el hielo y el granizo que los caracteriza. El agua siempre es origen de la vida, fuente de purificación y emblema de regeneración; de ahí su importancia para pasar de la muerte a la vida. No obstante lo anterior, la tradición ascética cristiana veía con gran recelo los baños calientes, por estar relacionados con la sensualidad, excitar los sentidos y poner en peligro la castidad, al extremo de que, en la Edad Media, los baños termales tenían reputación de ser lugares de desenfreno y fueron prohibidos por la Iglesia. En cambio los de agua fría se recomendaban como mortificación para moderar las pasiones, y mientras más fríos, mejor. En cuanto al chocolate, los flemáticos deben beberlo “con todo lo que lleva”, echarle suficiente canela, chile y anís y, a diferencia de los baños fríos, sorber todo lo caliente posible, aunque este enfoque también conlleva sus peligros porque al moderar la flaqueza del cuerpo, la tentadora bebida “ da brío y fuerzas para la lascivia”. Respaldado por la autoridad de los médicos consultados, el autor de la Question moral encuentran un atenuante para este grave y peligroso escollo: por ser los flemáticos de natural fríos, lentos y flojos, la energía y el calor que proporciona la bebida les resultan menos riesgosos que a los sanguíneos, porque los despierta y activa, que buena falta les hace.
Los “melancólicos” llevan la peor parte en la clasificación de las tres complexiones o temperamentos y León Pinelo los describe con mínima simpatía. Son hombres y mujeres fuertes pero difíciles: viven en la tristeza grande y permanecen y no hayan gusto ni diversión en cosa alguna. Mal encarados y feos, nadie quiere acercárseles. Son secos, su cabello es áspero y de ordinario tiene cara de pocos amigos. Duermen mal y sueñan con el toro que en la tradición grecolatina simboliza la pasión sin freno de quienes no han dominado sus impulsos y están familiarizados con la violencia. Su imaginación también divaga con los muertos, tal vez porque los vivos no los aceptan, pero asimismo porque la muerte designa el fin de la vida, que para los melancólicos es el aspecto perecedero y destructor de la existencia. Entre sus infortunios destaca el estar enfermo de almorranas y padecer de ventosidades, por lo que les conviene saborear su chocolate mezclado con atole tibio, sin chile y con poco anís. Por razones obvias deben añadir a su bebida ingredientes de buen olor.
Sonia Corcuera de Mancera. Es doctora en historia por la UNAM, autora, investigadora y catedrática de la Facultad de Filosofía y Letras desde 1979. Ha impartido los cursos de historiografía general contemporánea e historia de la filosofía de la historia.
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