El maíz es el primer tótem mesoameriacano, anterior al águila, al jaguar, a la serpiente, al pez. Es al mismo tiempo, origen y creación del hombre. Es la hostia con la que comulgamos los mexicanos en un acto de antropofagia. ¿Qué otros discursos se cifran en torno a esta semilla, que parece germinar en el latido de nuestro corazón?
¡Miradla!, altiva y soberana, amplias las mangas, suelta la cabellera multicolor, la mazorca bajo el brazo, coronada de espiga, miradla rumorosa superar la cerca, como si se asomara al verte y a desearte buen viaje. Es la planta del maíz, toda ella sonrisa, alegría, invitación a la vida. Todo lo reúne la mata del maíz: niña, adolescente, señorita y señora. Todo se reúne en el maíz para que no muera, para asegurarse eternidad: cuando, levantada la cosecha, el pájaro creyó haberse llevado el último grano, uno quedó en el que retoña. Aunque lo olvidamos, dejará de sembrarse, se destruyera la que creyéramos la última mata, el maíz sobrevive. Ya no se encuentra silvestre, pero si desapareciera del todo, la naturaleza volvería a producirlo y el hombre a llevarlo hasta lo que llegó a ser.
Porque es cierto que el maíz es hechura del hombre, después de que los dioses lo hicieran de maíz. Hijo, padre y madre a la vez. El maíz, la planta del maíz, fue el primer tótem: antes que el águila, el jaguar, la serpiente, el pez. En la lengua zapoteca se le llama guela –guella, quella, escribieron los primeros autores de vocabularios–; convertida la primera l en n y la segunda en d –cosa que ocurre, según fray Leonardo Levanto–, vino a dar guenda, palabra con que se designa hasta hoy al tótem, doble, tona –tono–, nagual, que todos esos modos se puede decir. La planta del maíz fue el primer hombre, la milpa la primera población.
A nosotros mismos nos comemos cuando nos llevamos a la boca un bocado hecho con maíz. Y ésta sería la única forma de antropofagia con la que los vanos quisieron reducir a los indios a la condición de bestia. Hostia es en nuestra boca el grano de maíz. En sangre, leche se nos convierte. Germina en el latido de nuestro corazón. Late en nuestro pulso. Sangre, leche, savia, significan lo mismo en una de las lenguas que hablo. No estoy inventando, pues, pero ojalá inventara.
Nunca hizo otra cosa en indio que sembrar maíz. Desde que lo descubrió silvestre y lo llevó a su casa y lo puso al cuidado de la mujer, mientras él iba a cazar, a pescar, a guerrear. Trabajar es sembrar. Jamás tuvo el hombre otro quehacer que sembrar la tierra. Idioma hay en que toda voz viene de ese ejercicio. La letra g con que inicia la palabra guenda, ya referida, es la inicial de todos los verbos, de toda acción, de todo trabajo, desde el más humilde hasta el de mayor rango, si es que alguno puede haber que no sea el mismo. Yo camino, hablo, escribo, duermo, lloro, sollozo porque mi tótem lo hace. Vivo mientras vive; muero cuando mi doble muere. Y como ocurre entre unos indios ha de ocurrir entre otros. Quien sepa de verdad lengua india bien lo sabe.
Carne es el maíz. Se come. Es sangre, es sudor, es lágrima, savia y leche. Se bebe. Con él se hace el pan y se hace el vino que, mezclado con la sangre, embriaga. Porque el hombre, siempre desdichado, necesita olvidar su desventura. Y de ese ser inocente, divino, alimento de los dioses que es el maíz, hizo el licor que si no da la dicha, sí el olvido.
Hay maíz de todos los colores, como para que el indio de la antigüedad mexicana supiera distinguirlos. Todas las viandas, los manjares, platillos y antojos pueden hacerse con el maíz, como para que nada nos falte: la naturaleza toda está en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu. No hay sentido corporal que no participe en el sencillo y cotidiano acto de comer. Pan se le llama, por eso. Y el alma, ¿no la tuvieron los indios por el pan que comían? Maíz comía el que levantó las pirámides, los cúes, el teocalli. El que contó el tiempo y lo redujo a la piedra calendárica, de maíz era su pan. Los que compusieron los alados poemas, de maíz se nutrían. De maíz eran las tortillas de los escultores, grabadores, tlacuilos, escritores de los que todos procedemos.
El arquitecto que trazó la fabulosa Tenochtitlán, ¿qué otro alimento tuvo que no fuera el maíz? Temblorosa la mano del que esculpió la mazorca. Trémulo las sienes y los dedos del que puso la planta del maíz en los códices. Un ser humano, nuestra semejanza es la planta del maíz y el grano que produce. Y así lo tratamos. Un hermano, el hijo, el padre, el antiquísimo progenitor, eso es el maíz.
¿No sientes, cuando tomas unos granos en tus manos, como que palpitan? ¿No hay unos granos de maíz que se mueven? Pues no por otra cosa ocurre todo eso sino porque es ser vivo. Un grano más para la mesa del campesino. Una letra más en su libro y cuaderno. Eso quiere México. Y cuando lo tengamos habremos vuelto a nosotros mismos. Seremos los abuelos y los nietos del maíz.
Andrés Henestrosa. Escritor y dirigió el área de literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes de 1954 a 1959. Es coautor de Cuatro siglos de literatura mexicana y autor de libros como Los hombres que dispersó la danza, Retrato de mi madre, Los caminos de Juárez y Divagario. Recibió en 1992 el Premio Internacional Alfonso Reyes y el Premio Nacional de Ciencias y Artes en 1994.
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