
La dimensión cósmica de las culturas autóctonas de Mesoamérica y la peculiar percepción que Wolfgang Paalen tenía de la tierra de la que vio con asombro nacer el Paricutín, están presentes en sus reflexiones escritas. Este ensayo en el que da sentido a la creación de esos colosos de los que sólo conocemos las cabezas, es muestra de ello.
Las tierras bajas del México meridional, abandonadas a la jungla mucho antes de que los aztecas fundaran su grandiosa capital, han revelado, en fecha no muy lejana, el más antiguo rostro del Nuevo Mundo. En los perdidos claros del interior de la selva virgen, en los pantanos bordeados de manglares, varias cabezas colosales talladas en masivos bloques de basalto perforan el suelo con sus cascos gigantescos, o bien descansan con el rostro vuelto hacia el sol. Curiosas testas monumentales rematadas por extraños “cascos” de forma semiesférica. Campesinos indígenas habitantes de la región tomaron una de ellas por una enorme marmita volcada, al observar la parte superior del tocado que sobresalía del ras de la tierra. Decepcionados al no hallar, según esperaban, un rico tesoro bajo la enorme roca, abandonaron su búsqueda cuando la “marmita” resultó ser el remate de una colosal cabeza de piedra. Esto sucedió hace un siglo, mientras se preparaba una fracción de la selva para el cultivo, cerca de la hacienda Hueyapan, en el estado de Veracruz. Pero la importancia histórica de este descubrimiento no fue apreciada propiamente sino varios años más tarde. No sabemos nada de los hombres que esculpieron estas gigantescas cabezas, casi nada del pueblo a cuya cultura pertenecen estas y otras obras de gran monumentalidad al tiempo que de exquisita sutileza. Sin embargo, es este pueblo desconocido el que construye en Teotihuacán y el Cholula las pirámides más grandes del continente americano, el que realiza tantas obras de calidad jamás igualada dentro del arte lapidario precolombino. El misterio de la raza denominada “olmeca” que se encuentra en el origen de una antiquísima “cultura madre”, -de la cual son tributarias la mayor parte de las culturas mesoamericanas- se ha convertido en el enigma más fascinante de la arqueología de México. El recuerdo de estos maestros escultores se ha perdido ya cuando las primeras fragatas españolas surcan las olas navegando hacia las costas de Veracruz. Su nombre mismo es ya una leyenda. Derivado de olli, hule, designa a los indígenas de Olman, país tropical del que proviene este producto en estado bruto. Este término aparece en las crónicas antiguas que relatan las tradiciones y leyendas de los indios. Así, en el siglo XVI, el príncipe indígena Ixtlixóchtli escribe: “aquellos que dominaban el mundo en la “tercera época” eran los olmecas y los xicallancas”.
Aun si el desciframiento de ciertas fechas continúa siendo discutible, las evidencias estilísticas, así como los requerimientos científicos de invención reciente, revelan la ambigüedad de la cultura olmeca. Las cronologías establecidas por el proceso de carbono catorce indican claramente una antigüedad tal, que no es posible dudar de la preeminencia de la cultura olmeca con respecto a otras civilizaciones mesoamericanas. Habiéndose situado su etapa arcaica durante el primer milenio antes de nuestra era, el arte lapidario olmeca se revela como contemporáneo de la China antigua. En otras palabras, posee una antigüedad hasta ahora insospechada para el arte prehispánico. Si bien los rasgos mongólicos y los paralelos extraordinarios con Asia se encuentran en gran número de razas indígenas, estos puntos de contacto son particularmente importantes en el caso de México. “Los poderes mágicos del cielo y de la tierra se combinan siempre para dar resultados perfectos. Así, las esencias puras de la colina y del agua se solidifican en el jade precioso”. Esta cita del discurso de Tang Yung Tao sobre el jade, habría sido plenamente apreciada en el México precortesiano, donde el jade era la piedra sagrada por excelencia. Su nombre era sinónimo de todo lo precioso y divino. Lo mismo que los antiguos chinos colocaban cigarras de jade en la boca de sus muertos, los mexicanos se servían de perlas de jade con el mismo fin. Además, chinos y mexicanos coloreaban igualmente con cinabrio rojo sus objetos de jade de uso funerario.
La Venta, en la zona olmeca, es el sitio donde Stirling ha encontrado los más ricos tesoros de jade descubiertos en América. Los aztecas denominan esta parte de la costa del Golfo de México como “la costa del jade”. Todavía bajo la dirección de Stirling fueron desenterradas, en 1949, cinco cabezas colosales entre las cuales se encuentra la más bella y grande descubierta hasta ahora. Se encontraron en el área comprendida entre San Lorenzo y Tenochtitlán. No es posible apreciar, sino el sitio mismo, el extraordinario esfuerzo que debe haber significado la transportación de estos enormes bloques de piedra, cada una de varias toneladas, con sencillo instrumental lítico. No es posible que provengan sino de las canteras de basalto de Tuxtla, a no más de 120 kilómetros de ahí. Nadie es aún capaz de decir lo que la selva esconde en cuanto a sitios desaparecidos. Abandonados hasta ahora, los restos de un acueducto testifican la existencia de un asentamiento importante en tiempos remotos. Será necesario esperar para ver lo que revelan ciertos montículos hoy apenas discernibles bajo un manto de plátanos salvajes y de lianas, de flores gigantes color amarillo y violeta que, al tacto parecen modeladas en cera.
Sobre la pendiente de una escarpada barranca se ve aparecer finalmente la cabeza más grande descubierta hasta el presente. Los indios le han dado el nombre de “El rey”. Tallado en un bloque de basalto gris -azul, mide cerca de tres metros de alto, la boca tiene cerca de un metro de longitud-, este monolito debe pesar más de 15 toneladas. Yace, en su pomposo abandono, totalmente al arbitrio de los elementos, sus enormes ojos abiertos reflejan una antigua sabiduría cósmica. Su rostro, uno de los más majestuosos jamás concedidos por un artista, es el más noble entre sus principescos hermanos y ostenta una expresión sombría joven y poderosa, tiene una boca sensible, finalmente dibujada sobre un mentón firme y redondo. Y he aquí la más perturbadora entre las múltiples preguntas que plantean el enigma de estas obras: ¿por qué estos personajes gigantescos son concebidos exclusivamente como cabezas? Porque son claramente cabezas, perfectamente terminadas, no máscaras ni fragmentos de esculturas rotas o partes de busto enterrados, como en el caso de las grandes “cabezas de la isla de Pascua”.
Me parece factible esbozar, a falta de otra hipótesis, una tentativa de interpretación que, partiendo de otro enigma, ayudará quizá a aclarar un tanto el misterio de las grandes cabezas olmecas. A juzgar por algunos ejemplos de la estatuaria, el culto de los olmecas se centraba, manifiestamente, en la figura del niño. En lo que concierne al jaguar, no es sorprendente que dicha bestia se haya impuesto a la imaginación mitológica de tribus para las cuales representaba el poder indiscutible de la vida salvaje. Además, sería apenas exagerado discernir cierto aire felino en los rasgos fisiológicos de la raza olmeca. Se encuentra, tanto en las esculturas antiguas como entre los indígenas actuales de linaje ancestral una agilidad casi felina, una musculatura redondeada, sugiriendo el poder armonioso del rodar de una bola. El marcado gusto de sus ancestros por los ejercicios de ligereza queda atestiguado por sus representaciones de figuras de acróbatas, y es más que probable que el juego de pelota haya sido inventado en “el país del hule”.
Wolfgang Paalen. Fue un pintor y teórico austro-mexicano surrealista el cual perteneció a la segunda generación de artistas asociados con el grupo parisino liderados por André Breton.
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