22 / 05 / 25
El tequila milagroso
Laura Esquivel

Un cuento inédito, escrito especialmente para este número por la autora de la novela Como agua para chocolate.

Toda la culpa de mis desgracias la tiene la Chole, Apolonio es inocente, digan lo que digan. Lo que pasa es que nadie lo comprende. Si de vez en cuando me pegaba es porque yo lo hacía desesperar y no porque fuera mala persona. Él siempre me quiso. A su manera, pero me quiso. Nadie me va a convencer de que no. Si tanto hizo para que aceptara a su amante, era porque me quería. Él no tenía ninguna necesidad de habérmelo dicho. Bien la podía haber tenido a escondidas, pero dice que le dio miedo que yo me enterara por ahí de sus andanzas y que lo fuera a dejar. Él no soportaba la idea de perderme porque yo era la única que lo comprendía.

Mis vecinas pueden decir misa, pero a ver, ¿quiénes de sus maridos les cuentan la bola de amantes que tienen regadas por ahí? ¡Ninguno! No, si el único honesto es mi Apolonio. El único que me cuida. El único que se preocupa por mí. Con esto del sida, es bien peligroso que los maridos anden de cuzcos, por eso, en lugar de andar con muchas decidió sacrificarse y tener sólo una amante de plata. Así no me arriesgo al contagio de la enfermedad. ¡Eso es amor y no chingaderas! ¡Pero ellas qué van a saber!.

Bueno, tengo que reconocer que al principio a mí también me costó trabajo entenderlo. Es más, por primera vez le dije que no. Adela, la hija de mi comadre, era mucho más joven que yo y me daba miedo que Apolonio la fuera a preferir a ella. Pero mi “Apo” me convenció de que eso nunca pasaría que Adela realmente no le importaba. Lo que pasa, era que necesitaba aprovechar sus últimos años de macho activo porque luego ya no iba a tener chance. Yo le pregunté por qué no los aprovechaba conmigo, y él me explicó hasta que entendí que no podía, que ése era uno de los problemas de los hombres que las mujeres no alcanzamos a entender. Acostarse conmigo no tenía ningún chiste, yo era su esposa y me tenía a la hora que quisiera. Lo que le hacía falta era confirmar que podía conquistar a muchachitas. Si no lo hacía se iba a traumar, se iba a acomplejar y entonces sí, ya no me iba a poder cumplir. Eso sí que me asustó.

Le dije que estaba bien, que aceptaba que tuviera su amante. Entonces me llevó a Adela para que hablara con ella, porque Adelita, que me conocía desde niña, se sentía muy apenada y quería oír de mi propia boca que yo le daba permiso de ser la amante de Apolonio. Me explicó que ella no iba a quedarse con él, lo único que quería era ayudar en nuestro matrimonio y que era preferible que Apolonio anduviera con ella y no con otra cualquiera que sí tuviera interés en quitármelo. Yo le agradecí sus sentimientos y me parece que hasta la bendije. La verdad, yo estaba más que agradecida porque ella también se estaba sacrificando por mí. Adela, con su juventud, bien podría casarse y tener hijos y en lugar de eso estaba dispuesta a ser la amante de plata de Apolonio nomás por buena gente.

Bueno, el caso es que el día que vino, hablamos un buen rato y dejamos todo aclarado. Los horarios, los días de visita, etcétera. Se supone que con esto, yo debería estar muy tranquila. Todo había quedado bajo control. Apolonio se iba apaciguar y todos contentos y felices. Pero no sé por qué andaba triste.

Cuando sabía que Apolonio estaba con Adela, no podía dormir. Toda la noche me la pasaba imaginando lo que estarían haciendo. Bueno, no necesitaba tener mucha imaginación para saberlo. La sabía y punto. Y no podía dejar de sentirme atormentada. Lo peor era que tenía que hacerme la dormida pues no quería mortificar a mi “Apo”. Él no se merecía eso. Así me lo hizo ver un día en que llegó y me encontró despierta. Se puso furioso. Me dijo que era una chantajista, que no lo dejaba gozar en paz, que él no podía darme más pruebas de su amor y yo en pago me dedicaba a espiarlo, a atormentarlo con mis ojos llorosos y mis miedos de que nunca fuera a regresar. ¿Qué acaso alguna vez me había fallado? Y era cierto, llegaba a las cinco o seis de la mañana, pero siempre llegaba. No tenía por qué preocuparme. Debería estar más feliz que nunca y, ¡sabe Dios por qué no lo estaba! Es más, me empecé a enfermar de los colerones que me encajaba el canijo Apolonio.

Daba mucho coraje ver que le compraba a Adela cosas que a mí nunca me compró. Que la llevaba a bailar, cuando a mí nunca me llevó. Bueno, ¡ni siquiera el día de mi cumpleaños cuando cantó Celia Cruz y yo le supliqué que me llevara! De puritita rabia, los ojos se me empezaron a poner amarillos, el hígado se me hinchó, el aliento se me envenenó, los ojos se me disgustaron, la piel se me manchó y ahí fue cuando la Chole me dijo que el mejor remedio en esos casos era poner un litro de tequila, un puño de té de boldo compuesto y tomarse una copita en ayunas. El tequila con boldo recoge la bilis y saca los mejores cuerpos.

Ni tarda ni perezosa fui al estanquillo de la esquina, le compré a don Pedro una botella de tequila y la preparé con su boldo. A la mañana siguiente me lo tomé y funcionó bien. No sólo me sentí aliviada por dentro, sino bien alegre y feliz como hacía muchos días no me sentía. Con el tiempo los efectos del remedio me fueron mejorando. Apolonio, al verme sonriente y tranquila empezó a salir cada vez con Adela y yo a tomarme una copita cada vez que esto pasaba, fuera en ayunas o no, para que no me hiciera daño la bilis. Mis visitas a la tienda de don Pedro fueron cada vez más necesarias. Si al principio una botella de tequila me duraba un mes, llegó el momento en que me duraba un día.

¡Eso sí, estaba segura de que no tenía ni una gota de bilis en mi cuerpo! Me sentía tan bien que hasta llegué a pensar que el tequila con boldo era casi casi milagroso. Bajaba por mi garganta limpiando, animando, sanando, reconfortando y calentando todo mi cuerpo, haciéndolo sentir vivo, vivo, ¡vivo!.

El día en que don Pedro me dijo que ya no me podía fiar ni una botella más, creí que me iba a morir. Yo ya no era capaz de vivir un sólo día sin mi tequila. Le supliqué. Al verme tan desesperada, se compadeció de mí y aceptó que le pagara de otra manera. Al fin que siempre me había traído ganas el condenado. Yo, la mera verdá, con tanto calor de mi cuerpo también estaba de lo más ganosa y de ahí sobre el mostrador fue que Apolonio nos encontró dando rienda suelta a las ganas.

Apolonio me dejó por borracha y puta. Ahora vive con Adela. Y yo estoy tirada en la perdición. ¡Y todo por culpa de la pinche Chole y sus remedios!.

Delia Magaña, La Guayaba, y Amelia Whilhelmy, La Tostada. Detrás, Pedro Infante y Evita Muñoz, Chachita. Nosotros los pobres. Col. Cineteca Nacional.

Laura Esquivel. Escritora y guionista de cine. Publicó Como agua para chocolate, obtuvo en 1994 el Premio ABA de la asociación estadounidense de libreros. Prepara su novela La ley del amor.

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