
Para Lady Maldad, el cuadrilátero es un ámbito de linajes: su padre inició como luchador y después como árbitro, y ella, desde pequeña, se familiarizó con el ring, ese mundo de trancazos, cuerdas, caídas y adrenalina. En la arena, descubrió la lucha y la amistad, y aprendió cómo sobreponerse al dolor. Así, ha labrado el camino que la llevaría a ser “la ruda más ruda”. En este texto compartimos su testimonio sin máscara.
La primera vez que presencié una máscara fuera del ring o del gimnasio fue en una parada de microbús en la calzada de Tlalpan, cerca del metro Portales. Un músico callejero, que portaba la careta de Huracán Ramírez con una guitarra tan destartalada como la que tocaba Rockdrigo, subió al microbús en el que yo viajaba. La música callejera es el soundtrack del transporte colectivo en la Ciudad de México, pero lo de la máscara no es tan común, y aún así a los pasajeros les pareció lo más normal del mundo: ¡ni quién se inmutara! En la ciudad de la delincuencia, más que de la esperanza, a pocos se les ocurre que una máscara les puede servir como un pasamontañas o una media para esconder la identidad durante un asalto. Portar la máscara de luchador para cometer un crimen sería semejante a secuestrar a un entrenador de futbol que viste una camiseta de la Virgen de Guadalupe: existen desacralizaciones que simplemente no se pueden cometer.
La extrañeza y el asombro que puede causar la lucha libre a los que no lo conocimos desde niños, quizá porque tuvimos una infancia poco temeraria, se dispara cuando nos topamos con la lucha libre femenil, que crece exponencialmente en popularidad conforme se ensanchan las ideas sociales acerca del género femenino. Las luchadoras son un tipo de mujer muy aparte del resto. Ya sean rudas o técnicas, la brusquedad mental, espiritual y corporal que requiere el “deporte de los costalazos” rompe drásticamente con los arquetipos femeninos que durante siglos han prevalecido en el país y en gran parte del mundo.
Lady Maldad, que reta a sus adversarias como “la ruda más ruda de México”, lugar común que toda luchadora de su bando utiliza para entrar en el personaje, formó parte del mundo del catch desde los tres meses de vida. Su padre fue luchador, pero ante el presagio de una lesión de consecuencias nefastas, se convirtió en árbitro. En el ambiente lo llaman El Popo, y es conocido por ser uno de los primeros réferis controvertidos, un árbitro rudo.
La lucha libre es un acontecimiento familiar, y la estirpe de Lady Maldad no rompe con las tradiciones. El Popo y Yesenia, su mujer, llevaron a la pequeña a ver a su padre trabajar en el ring desde “que era una bebé en canastita”. Las arenas le son tan naturales como su casa. Allí descubrió la lucha y también la amistad. Mientras los padres se la partían en el ring, los hijos organizaban luchitas en los rincones. Cuenta Lady Maldad que el Perrito Aguayo dominaba la escena desde chavito como un verdadero capo, mientras que El Místico volaba desde los refrigeradores de cerveza con tanto naturalidad que atraía más miradas que los luchadores consagrados que paseaban sus carnes con algo de dificultad por el cuadrilátero.
La relación de Lady Maldad con los golpes es ambigua: sabe que es necesario dar y recibir trancazos, pero a la vez entiende la importancia de golpear correctamente para no lastimar a los compañeros y de tenerle miedo y respetar al dolor y al sufrimiento, así como se le tiene temor a Dios: “Al entrenar para ser luchadora, he aprendido que los golpes de a de veras son únicamente para situaciones en las que tu vida corre peligro. Antes de convertirme en luchadora, yo era mucho más lanzada, más caliente de sangre, me le iba a chingadazos a cualquiera y a la menor provocación”.
Trascribo una anécdota consentida de entre la abultada pila de historias familiares que se cuentan en Los Rudos de Ring, el negocio familiar de cocina veracruzana. Lady Maldad, a la edad de cinco años, vio cómo su padre era salvajemente vapuleado por Sangre Chicana y El Signo en una lucha dominguera de la Arena López Mateos, en pleno centro de Tlalnepantla. Ella, que se encontraba sentada en las primeras filas de la arena con su madre y su hermana mayor, no pudo contener la ira. A la velocidad de un rayo mexiquense, se lanzó al ring a defender el honor de la familia y la vida de su padre. Fue tan rápida la reacción de la escuincla que su madre apenas pudo alcanzarla cuando estaba a punto de vencer el metro y medio que suponía la altura del cuadrilátero, una verdadera proeza para una niña de su edad. Doña Yesenia regresó a su hija al asiento a empujones y cocolazos. Lady Maldad tuvo que soportar una camisa de fuerza formada por los brazos de mamá durante el resto de la lucha y, así, cuenta su madre, ni por un momento cerró los ojos.
Algún día en que Lady Maldad y yo paseábamos por las calles cercanas al mercado de La Merced, después de terminar su entrenamiento matutino con el Gran Apache en el Gimnasio Latinoamericano, me platicó:
-Para ser luchadora, tienes que tener mucho valor; las mujeres estamos bien estigmatizadas, nadie cree que podemos tenerlo. Piensan que para todas somos bien miedosas y que somos menos fuertes o demasiado delicadas. Yo soy bien maricona para las inyecciones, las operaciones y muchas cosas más pero eso no quiere decir que en esencia, por ser mujer, no me atreva a hacer nada.
-¿Yo podría ser luchadora? -le pregunto-. No soy cobarde, más bien soy fuerte, no me dan miedo las cosas, me enfrento a todo como puedo.
-¡Ay no, Adela! Tú eres muy buena -me contesta-. Es cierto que eres fuerte y claro que puedes entrenar, pero de ahí a llevar una carrera en la lucha libre… no se consigue así de fácil ser luchadora se requiere el coraje de hacer lo que no todas las mujeres pueden. Ésta es una profesión muy cabrona tanto para el cuerpo como para el espíritu. Tienes que tener más empuje que cualquier otra mujer, más ganas de ser alguien, no de ser algo, como en las carreras que enseñan en la universidad.
-Pero para estudia medicina y lograr ser una gran doctora o estudiar leyes y llegar a ser una buena litigante, también se requiere cierto espíritu y dedicación -le contesto, tratando de defender algunas de esas carreras que, aunque mejor remuneradas que la antropología, mi campo, comparten el ritual universitario.
-Mira, en esas carreras, es cierto, no cualquiera llega a destacar, pero piensa que no están estigmatizadas, entonces es más normal ser doctora o abogada. Tu mamá te dice “mijita, quiero que hagas algo en la vida” y, si le echas muchas ganas, puedes llegar a ser doctora, abogada o cualquiera otra cosa que sea aceptada y normal. En cambio, imagínate haberle dicho a tu mamá, “oye, jefita, quiero ser luchadora”, pues es un poco increíble, entonces sí se requiere contar con muchísima más decisión. Estar en la lucha es como dar un desliz en la vida, un desliz del mundo normal.
Esta conversación me lleva a reflexionar sobre los linajes en la lucha libre. Lady Maldad tiene razón. Si hubiera escogido la lucha libre como profesión, a mis padres no sólo les hubiera parecido detestable, sino que probablemente hubiera intentado, por todos los medios, hacerme cambiar de parecer. Bastante sobresaltados están ya de saber que transito con desenfreno por las arenas y gimnasios de la Ciudad de México en busca de toda la información que me sirva para hacer una etnografía de las mujeres de la lucha libre. Pienso que su actitud probablemente es común. Cuando los papás están involucrados en el mundo de la lucha libre, como es el caso de Lady Maldad, se hace un compromiso familiar para participar de algún modo en ésta. Es una obligación que rebasa las puras consideraciones personales; el propósito es mantener viva toda una cultura. Son muchos los linajes que forman el árbol genealógico de la lucha libre: padres, hermanas, hermanos, esposos, hijos, ahijados y hasta arrimados a los que se les agarra cariño.
En más de un sentido, mi experiencia en este mundo me hace pensar que entre todos componen una familia tan metiche como querendona. No importa para quién trabajes, con qué empresa, qué promotor, ni siquiera que a veces existan enormes celos profesionales entre los muchachos: “en este ambiente te topas con mucha política”, me confiere la Nazi en la Arena México, en los momentos decisivos ahí estarán los compañeros para defender y en casos extremos para vengarte.
Comprobé la solidaridad de “la gran familia mexicana, versión lucha libre” en dos ocasiones. La primera fue en Paseo de la Reforma, a un costado del búnker que protege a los diplomáticos de Estados Unidos. Había quedado de encontrarme con Lady Maldad y uno de sus amigos luchadores, el Cadáver Jr., para llegar juntos a un evento por esa zona. Después de saludarnos y platicar unos minutos, empezamos a caminar hacia nuestro destino, cuando de repente, con actitud bravucona, un conocido me jaló del hombro con un gesto que trataba de ser chistoso. Lady Maldad y el Cadáver se le abalanzaron de inmediato, puños en alto, para evitar que me hiciera daño. Reconocí a mi agresor y tuve que parar cautelosamente la golpiza que se le venía encima. Después de ese momento, puede haber hecho cualquier tipo de presentaciones amistosas entre ellos, pero los luchadores no perdonar: “Es que no inventes, Adela, te jaló bien feo, ¿qué le pasa? Así no son los amigos”. Mi única justificación era que lo conocía mal y que hacía tiempo que no lo veía.
La segunda ocasión fue en una situación muy dolorosa para Lady Maldad: la extracción de una de sus muelas del juicio. Llevaba tiempo postergando la visita al especialista, hasta que en un concierto multitudinario en el Palacio de los Deportes, debido -dice ella- “a la multitud, el calor y la necesidades de poner en orden a mi prima que andaba de lagartona con el Kalimba”, se le desató el “dolor horrible en la muela y una inflamación de la chingada. ¡Cuál quebradora ni qué ocho cuartos!: este dolor sí que me rendía rapidito. El dentista no podía operar por la hinchazón y yo afuera de la sala de tortura esperaba el momento de mi suplicio sin poder defenderme”. El episodio duró más de una semana, tiempo en el que Lady Maldad literalmente desapareció de la lucha libre. Al segundo día de la convalecencia, empezó a sonar el teléfono de su casa y a parpadear el celular con mensajes marcados como urgencia. Llamadas de Martha Villalobos, de Los Apaches, de Polvo de Estrellas, de Sexy Man y otros muchos compañeros del ring que hacía eco a la noticia: “a Lady le pusieron una madrina de Padre y Señor mío”.
Se decía que una pseudocompañera la había golpeado a la malagueña y la tenía debatiéndose entre la vida y la muerte. Todos querían saber quién había sido esa o ese “maldito hijo de su jefa” para “tronárselo”, para darle su merecido “por ojete”. “Y es que a fin de cuentas -dice Lady Maldad- yo soy hija de familia, yo así me las rolo y así me las cantan”. Y, efectivamente, ella comenzó su apego a la lucha libre por la familia y es una hija más del espíritu gremial.
Después de unas cuantas semanas de inactividad, gracias a los infernales dolores que le provocó la muela del juicio, Lady Maldad se presentó en la colonia México Nuevo en Atizapán de Zaragoza. Antes de ir a la arena, disfrutamos del ritual más propicio para celebrar ocasiones tan memorables como ésta: una tamalada en familia. No sería remoto que se tratara de tamales de niño al estilo de los que describe Julio Torri, de esos que, estoy segura, dan fuerzas especiales a los rudos. Esperábamos que nos supieran a gloria. Contaba los minutos para pelar la hoja de plátano y arrasar con mi tamalito. En una de ésas, yo también pescaba fuerzas sobrenaturales.
Adela Santana. Estudió Teoría Antropológica en Columbia University. Investiga la lucha libre mexicana desde un enfoque que se aleja de los métodos clásicos de la academia. Su interés por explorar otras metodología es de la cual abordar este deporte-espectáculo la sitúa como una antropóloga experimental.
Te invitamos a que consultes nuestra revista-libro. Lucha libre. Dos al hilo. no. 120. Disponible en nuestra tienda física La Canasta, ubicada en: Córdoba #69, Roma Norte, CDMX. También visita nuestra tienda en línea donde encontrarás nuestro catálogo editorial.