06 / 05 / 25
Las primeras bibliotecas públicas en Nueva España
José Luis Martínez

En los libros hallo a los muertos como si estuvieran vivos; en los libros preveo las cosas que sucederán; en los libros se ponen en marcha asuntos de guerra; de los libros surgen las leyes de la paz. Todas las cosas se corrompen y decaen con el tiempo; Saturno deja devorar a los hijos que engendra: toda la gloria del mundo quedaría enterrada en el olvido si Dios no hubiera proporcionado a los mortales el remedio de los libros. Richard de Bury

En la América virreinal se desarrolló muy pronto la afición, que no pocas veces se convertía en pasión, por acumular libros para instrucción, información, edificación, consulta, curiosidad o por amor a los libros mismos. Las listas que algunos investigadores, como Irving Leonard y Fernández del Castillo, han divulgado de libreros españoles que a solicitud de lectores o de otros mercaderes enviaban libros a la Nueva España, al Perú o a Filipinas, en cantidades acordes al mercado de cada libro, o las listas de los libros que traían consigo las tripulaciones o los pasajeros que venían a las Indias, muestran la creciente necesidad de libros y la amplitud de los intereses de los lectores del Nuevo Mundo, sin contar con los numerosísimos ejemplares que no se mencionaban en las listas pero que aparecían luego en las indagaciones del Santo Oficio.

Las primeras colecciones de libros en la América hispánica fueron las privadas y las que hacían traer los frailes para sus monasterios o para las instituciones educativas que auspiciaban. Fray Juan de Zumárraga, el primer obispo y después arzobispo de México, acusado de la gran destrucción de Texcoco de los libros de los antiguos mexicanos, fue también uno de los promotores decisivos para la instalación en México de la primera imprenta del Nuevo Mundo, y dada su cultura y sus aficiones humanistas, el poseedor de una de las primeras bibliotecas importantes, estimada en cerca de 400 volúmenes, que al parecer puso en servicio público, y en la que figuraban el Orde Novo, de Pedro Mártir de Anglería; la Utopía de Tomás Moro, y las obras de Erasmo, entre otros títulos.

La primera biblioteca de un centro educativo de que se tiene noticia es la que entre 1536 y 1600 se estableció en la Ciudad de México en el Colegio Imperial de Santa Cruz de Tlatelolco. Esta institución estaba destinada a la educación de los muchachos indios, hijos de caciques, y en su fundación participaron el virrey Antonio de Mendoza, el obispo Zumárraga, don Sebastián Ramírez de Fuenleal y Fray García de Cisneros, provisional franciscano. Sus primeros maestros fueron los también franciscanos Arnaldo de Basacio, Andrés de Olmos, Bernardino de Sahagún, Juan Focher y Francisco de Bustamante, entre otros. La biblioteca de Tlatelolco sufrió, como el colegio mismo, muchas adversidades. Sin embargo, constituyó el primer intento para formar una biblioteca académica en América.

Dispersada en el siglo XIX, una parte considerable de ella se encuentra ahora en la biblioteca Sutro, una rama de la biblioteca del estado de California, en San Francisco. Miguel Mathes ha identificado allí 377 volúmenes que conservan la marca del fuego de Santa Cruz de Tlatelolco. A este conjunto, Mathes sumó otras obras impresas en México antes de 1601 que, aún cuando no llevan dicha marca, debieron estar representadas en la biblioteca del colegio. Había en ella obras de Aristóteles, Plutarco, Esopo, Virgilio, Juvenal, Prudencio, Tito Livio, Flavio Josefo, Boecio, San Agustín, ejemplares de las Sagradas Escrituras, catecismos, doctrinas y vocabularios.

En el último cuarto del siglo XVIII, don Luis de Torres, chantre de la catedral de México, y sus sobrinos, de origen panameño, Luis y Cayetano Antonio, formaron otra notable biblioteca, en la que figuraban preciosas ediciones de habrían encargado a libreros europeos. Hacia 1788 decidieron donarla a la catedral de México, junto con 20,000 pesos de plata, con lo que “esta librería” se instaló y abrió al público en el anexo del lado poniente, donde ahora se encuentran las oficinas de la mitra. Se llamó biblioteca Turrina en recuerdo de sus donantes. En los catálogos primitivos de esta biblioteca figuraban, en latín, escrituras. Don Manuel Martín, escribió las reglas que debían seguirse para el uso y manejos de los libros. Traducidas por Atenógenes Santamaría, dicta lo siguiente para el uso de los libros:

No lo tengas por esclavo, pues es libre. Por tanto, no lo señales con marca alguna.

No lo hieras ni de corte ni de punta. No es un enemigo.

Abstente de trazar rayas en cualquier dirección, ni por dentro, ni por fuera.

No pliegues ni dobles las hojas, ni dejes que se arruguen.

Guárdate de garabatear en los márgenes.

Retira la tinta a más de una milla. Prefiere morir a manchar.

No intercales sino hojas de limpio papiro.

No se lo prestes a otros ni oculta, ni manifiestamente.

Aleja de él los ratones, las polillas, las moscas y a los ladronzuelos.

Apártalo del agua, del aceite, del fuego, del moho y de toda suciedad.

Usa, no abuses de él.

Te es lícito leerlo y hacer los extractos que quieras.

Una vez leído no lo retengas indefinidamente.

Devuélvelo como lo recibiste, sin maltrato ni menoscabo alguno.

Quien obrare así, aunque sea desconocido, estará en el álbum de los amigos.

Quien obrare de otra manera, será borrado.

No se conserva la cifra a que ascendía la donación original de los Torres. Cuando llegaron las cajas al anexo de la catedral, los libros que se encontraron prohibidos, expurgados o dudosos, se mandaron a la Inquisición. Varias donaciones posteriores enriquecieron esta biblioteca que, en 1842, cuando era biblioteca Francisco Cortina Barrio, contenía ya 12,195 volúmenes, además de mapas y manuscritos. Cuando se decretó la expropiación de los bienes eclesiásticos, los fondos de la biblioteca Turrina pasaron a la entonces naciente Biblioteca Nacional. También poseían acervos numerosos las bibliotecas de los conventos de la capital mexicana. Se estimado que antes de la nacionalización de los bienes eclesiásticos, decretada por el presidente Benito Juárez en 1861, los fondos principales eran los siguientes: Convento de San Francisco el Grande, con 16,417 ejemplares; Colegio Apostólico de San Fernando, con 6,511 volúmenes; San Diego, con 8,273; San Agustín, con 6,744; Santo Domingo, con 6,511; oratorio de San Felipe Neri p Casa Profesa, con 5,020; La Merced, con 3,071: Porta Coelli, con 1,431 y conventos del Carmen, San Joaquín y San Ángel, con 18,111 libros.

Estos acervos sumaban 75,078 ejemplares que fueron expropiados de manos religiosas. Además de estas bibliotecas, existían otras en los seminarios y colegios, y en los estados, algunos de las cuales, como las de Puebla, Oaxaca, Jalisco, Michoacán, Guanajuato y la de Tepoztlán, eran dignas de considerarse. Durante el virreinato, la Real y Pontificia Universidad de México tuvo también una biblioteca notable, sobre todo a partir de 1762, cuando el rector José Ignacio Beyes de Cisneros dio nuevo local a la universidad y aumentó y reglamentó el gobierno de la biblioteca que, a su clausura, en 1865, poseía 10, 652 volúmenes. La mayor parte de los fondos de las bibliotecas de conventos, seminarios y colegios pasó a formar parte de la Biblioteca Nacional a partir de 1867, aunque su inauguración formal fue hasta 1884, recinto que aún ahora da testimonio de la pasión que tenían los habitantes de la América virreinal por acumular tesoros bibliográficos.

Estantería de la biblioteca. Interiores. Revista-libro Biblioteca Palafoxiana. Artes de México.

José Luis Martínez. Comenzó su trayectoria intelectual como poeta, editor y crítico en la revista Tierra Nueva que fundó al lado de sus compañeros de generación. Gracias a libros de crítica e historia literarias, convertidos en obras de referencia y consulta, se encuentra entre las figuras centrales del panorama literario mexicano. La docencia y el servicio público fueron otros aspectos que abarcó la trayectoria de José Luis Martínez. Durante tres años, fue secretario de Jaime Torres Bodet, cuando éste presidió la Secretaría de Educación Pública. Además de diplomático y diputado, encabezó instituciones culturales como el Instituto Nacional de Bellas Artes, Los Talleres Gráficos de la Nación y el Fondo de Cultura Económica, entre otras. Impartió cátedra en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Dirigió la Academia Mexicana de la Lengua y fue miembro de la de Historia.

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