Incandescencia nómada
Siempre hemos pensando que la pasión por el chile es exclusivamente mexicana. Este ameno relato nos contradice. En la India se padece la misma afición u obsesión por esta especie singular. Habituados a su sabor y a su lumbre de gozo los indios experimentan una abstinencia incómoda cuando no cuentan con este apreciado alimento.
La mañana estaba nublada y húmeda el día en que mi madre aterrizó en Inglaterra, en 1965. Su mano derecha apretaba nerviosamente una bolsa de terciopelo rojo. Contenía sus preciadas joyas de oro, sus collares de tulasi —madera de esa planta delicada que aleja la negatividad de lugares donde reina la armonía — y seis chiles rojos. Ahora, casi cincuenta años después, me descubro haciendo lo mismo. En mi equipaje hay cinco paquetes de chiles rojos secos junto con una masala y un panch phoran caseras. Los perros olfateadores me miran con recelo, pero se alejan por los pasillos del aeropuerto ya que no están seguros de lo que significa este aroma de especias fascinantes que les hace sentir cosquillas en la nariz.
Como buena india, soy adicta a los chiles y no puedo prescindir de ellos. En la India no hay problema, pues cuando compras verduras en el mercado te regalan chiles verdes junto con un montón de cilantro fresco, pero cuando viajas al extranjero, el panorama se vuelve lúgubre. Yo puedo aguantar hasta tres días sin probar un chile verde, pero después de eso me vuelvo loca buscando cualquier cosa que me produzca la misma euforia. Al principio pensé que se trataba de un rasgo familiar restringido sólo a nuestro clan, pero gradualmente me di cuenta de que hay centenares de compatriotas que sufren síntomas de abstinencia cuando se encuentran en algún lugar donde es imposible encontrar chiles rojos o verdes en alguna parte. Con los años he hecho migas con las personas más desagradables; lo único que nos conecta es nuestra búsqueda implacable de una dosis de chile.
—¿A usted no le queda alguno? —Me susurra el gerente de un banco al oído. No le hago caso.
—A mí sólo me queda la mitad —Tercia un profesor mucho más generoso que yo, mientras busca en el fondo de su portafolios—, pero puedo partirla en tres.
Mis aventuras con el chile empezaron cuando yo era estudiante en Moscú, durante el desolado período soviético. La única verdura que uno veía allá era el símbolo del orgullo de la clase obrera: la humilde col. Todos los días, tanto para el almuerzo como para la cena, nos servían enormes coles, pálidas y translúcidas como el jade, del tamaño de una pelota de fútbol, ya fueran hervidas, horneadas con manteca de cerdo o asadas hasta quedar crujientes. El plato asado fue el mejor, ya que las cenizas desvanecían el sabor de la col, especialmente si se le agregaba mucha sal y pimienta. Un poco de ketchup habría ayudado, pero eran los días en que los rusos odiaban todas las cosas norteamericanas y ketchup era una mala palabra y uno podía ser multado por pronunciarla.
Mientras comía esa ofrenda quemada que la fértil tierra de la Madre Rusia había producido, recordaba el plato de col verde que mi abuela preparaba, cortando tiras muy finas, acompañado de puri calientes, esos panes de masa de atta, agua y sal semejante a las tortillas mexicanas, Las lágrimas me rodaban por las mejillas al recordar el solitario chile verde que mi abuela colocaba encima de la deliciosa col como una pequeña esmeralda destellante en la punta de una corona. Mis compañeros pensaron que lloraba porque la col soviética me gustaba mucho y generosamente me ponían más en mi plato. Entonces, un día, les dije la verdad.
—¿Chiles...? ¿Quieres chiles? —preguntó mi compañera de cuarto, una hermosa niña de ojos oscuros de Georgia—. Te traeré unos cuantos. Mi abuela los cultiva en la koljós —una granja colectiva —. No está permitido, pero de todos modos los cultiva.
A Elena le tomó un buen tiempo ponerse en contacto con su abuela ya que en su pueblo no había teléfono y los servicios postales eran erráticos. Sin embargo, un día, justo cuando ya había abandonado toda esperanza, llegó un pequeño paquete. La directora del albergue, una mujer gigantesca con bigote negro y ojos irascibles, llamó a Elena a su oficina. Ella me pidió que la acompañara para brindarle apoyo moral.
—¿Qué hay en este paquete? —gruñó nuestra directora mirando a Elena. Luego volvió el rostro hacía mí con una sonrisa feroz; parecía el lobo del cuento con las ropas de la abuela. De muy arriba les habían dado instrucciones para ser muy corteses con los estudiantes extranjeros.
—Chiles, camarada Galina Petrovna —dijo Elena.
—¿Chiles? ¿De dónde? ¿Sabes que la comida del exterior está prohibida?
—Son de la koljós donde trabaja mi abuela. Quiero mostrarle a mi amiga de la India que podemos crecer todo lo que queramos —dijo Elena, pensando bien lo que decía.
Hubo una breve pausa mientras la directora desataba el paquete, arrancaba el papel marrón con sus enormes dedos y cortaba la cuerda con los dientes. Allí, sobre la mesa de plástico blanca, yacían diez chiles: cuatro rojos y seis verdes. Habían viajado todo el camino desde Georgia en tren, luego en furgoneta hasta nuestro albergue, de un extremo a otro de la poderosa Unión Soviética, pero parecían tan frescos como si los acabaran de cortar. La directora se encogió de hombros y nos dejó ir.
Corrimos a nuestra habitación y me senté en mi escritorio, tomé un paquete de galletas saladas y comí un chile verde entero mientras mi amiga me observaba, sonriendo como una orgullosa mamá pato que mira a su patito mordisquear una hebra de hierba.
Mi siguiente viaje al extranjero fue a Francia en el 2005. Esta vez me llevé una bolsa de chiles conmigo. No era una bonita bolsa de terciopelo como la que mi madre había llevado, sino una simple bolsa de plástico que mantendría los chiles frescos. Iba a pasar diez días allí, así que doce chiles bastarían si los racionaba estrictamente. Pronto me di cuenta de que no era fácil introducir chiles en un elegante restaurante parisino. Los meseros tienen ojos tan aguzados como las águilas pescadoras y pueden detectar desde lejos la más pequeña mota de sustancia desconocida que haya en nuestro plato.
—¿Qué es eso? —dijo mientras olisqueaba y señalaba el inocente chile verde que yacía a la orilla de mi plato.
Todos mis compañeros de mesa dejaron de hablar y me miraron.
—Un chile —tartamudeé.
No voy a dejarme intimidar por un camarero francés, pensé, y recordé a mi bisabuela bengalí que había viajado a Shimla en 1920, enfrentando a la policía imperial británica que era extremadamente desconfiada de los viajeros nativos y de la variedad de bultos con los que viajaban. Le tiraron sus tarros de pepinillos y su garam masala. Seguramente mi abuela debe haber llevado una bolsa de chiles rojos con ella.
—Hoy es martes 12 de julio. Los hindúes tenemos que comer un chile verde en este día tan auspicioso —dije, agradecida de que no hubiera otros hindúes sentados a nuestra mesa.
Hoy puedo comer comida francesa con chiles verdes o rojos abiertamente y nadie levanta la ceja. De hecho, mis amigos preguntan a menudo si pueden probarlos y tengo que ofrecerles uno a regañadientes. Los franceses han recorrido un largo camino y ahora incluso ofrecen ostras frescas con chile y ajo.
Los chiles también han recorrido un largo camino desde entonces y ahora es fácil encontrarlos en toda Europa. Londres, por supuesto, es el mejor lugar para ello: aun el supermercado más pequeño tendrá chiles en el mismo estante en el que se coloca el ajo y el jengibre fresco. En Inglaterra hay ferias anuales de chiles con miles de personas que presumen los frutos de sus cultivos domésticos. En esas ferias es posible comprar chocolate enchilado, que es verdaderamente delicioso, helado de chile, que sabe horrible, y galletas de chile, que son el mejor laxante que se pueda utilizar. Además de nuestro típico pudin hara, un. jarabe digestivo, preparado con chile y menta. Sin embargo, aunque una parte de Inglaterra celebra los chiles con estilo y recetas innovadoras, hay lugares donde nadie ha probado un chile en toda su vida.
En el archipiélago de las Hébridas Exteriores, al noroeste de Escocia, un chile es una cosa exótica y casi mítica. Es casi como un yeti, es decir, algo sobre lo que todo mundo ha oído pero que jamás ha visto. Me di cuenta de ello cuando viajé a esa remota zona hace unos años. En nuestro hotel, una antigua y elegante cabaña de madera para pescadores, sólo habían visto a cuatro personas de la India y nunca habían probado un chile.
—He visto una planta de chiles en el invernadero de mi amigo. Este año ganó un premio con ella en la sección de plantas raras de la exposición —dijo la chica detrás del mostrador de la recepción. Debe haber advertido un destello de codicia en mi mirada porque amablemente se ofreció a llevarme allí.
El pueblo, si se le puede llamar así, tenía cerca de once casas, tres pubs y una estación de bomberos.
—Hasta donde recuerdo, nunca hemos tenido un incendio, pero nos gusta tener el cuerpo de bomberos. Le da a nuestra ciudad algo que admirar —dijo la muchacha mientras el auto avanzaba por el asombroso paisaje de vastos lagos azules y ondulantes colinas doradas. No había un edificio en kilómetros a la redonda. Sentí que yo era la última india que quedaba en la tierra y de repente comencé a sentir un ataque de pánico. Sentí la urgencia de estar en Lajpat Nagar y comer una chaat, rociada abundantemente con polvo de chile rojo.
La planta de chile estaba orgullosamente desplegada en una mesa alta en medio de la casa verde. Las hojas brillaban como si hubiesen sido pulidas amorosamente todos los días. Cuatro verdes y delgados chiles acechaban entre las hojas. Sentí que se me hacía agua la boca. El propietario dijo que se las había arreglado para trasladar la planta desde México y que había sobrevivido a tres duros inviernos. También había logrado reproducir unas cuantas plantas pequeñas a partir de la planta original. Me mostró los pequeños y frágiles tallos verdes. Se inclinaba sobre ellos como una madre ansiosa por su recién nacido.
—Espero que estén bien en el invierno. Tengo una lámpara especial para ellas, ya que durante el invierno no tenemos luz natural más allá de cuatro o cinco horas —dijo, frunciendo el ceño con preocupación.
—Los chiles saben cómo sobrevivir. Son plantas duras —le dije con voz tranquilizadora, ya que de veras parecía consternado. Llegaron a la India con los portugueses, que los trajeron de América del Sur. Los he visto crecer felices en macetas en los pubs de Londres.
—Pero ¿qué hace uno con inviernos tan crueles como los nuestros? Se van a morir. Ojalá pueda conseguir una nueva planta y empezar de nuevo —dijo el jardinero con una voz sombría y me volvió la espalda, quizás para ocultar una lágrima.
Entonces hice algo de lo que me avergonzaré toda mi vida. Estiré el brazo y corté un chile verde; rápidamente lo escondí en mi bolsa y salí del invernadero. Como dicen los ladrones: “No pude controlarme. Fue un crimen de pasión.”
Tan pronto como me tragué el chile robado en un sándwich saturado de pepino, anoté que debía enviar seis paquetes de semillas de chile al infortunado dueño del invernadero a quien había robado tan desvergonzadamente. Un mes más tarde, cuando me respondió para agradecerme las semillas, omitió con gallardía la pérdida de un precioso chile verde de la planta madre.
Mientras busco chiles en remotos supermercados de diversas ciudades del mundo, y me apodero de los paquetes antes que alguien se los lleve, me pregunto qué comíamos antes de que los portugueses llegasen con chiles a la India. Los chefs me dicen que había pimienta negra, y que por eso la mayoría de las cocinas tradicionales de la India no utilizan chiles rojos, jitomates y cebollas, que también llegaron a la India a través de los portugueses. La comida de Cachemira se cocina sobre todo con polvo seco de jengibre llamado saunth, polvo de anís o saunf, clavos y canela. La comida bengalí utiliza panch phoren que es una mezcla de alholva, anís, comino negro, semilla de mostaza y comino, y los cocineros bengalíes desconfían de la deliciosa salsa punjabí roja, elaborada con jitomates, cebollas y pasta de ajo y jengibre ya que contiene dos ingredientes que eran desconocidos para los antiguos habitantes de la India: jitomates y cebollas.
Pero volvamos al chile. Éste llegó a la India sólo hasta el siglo xvi, aunque no sabemos con precisión cuándo, y se quedó confinado a la región costera de Goa y sus alrededores durante algunos años antes de propagarse a lo largo y ancho del país. Ahora ya hay chiles hasta en Assam, al norte de Bangladesh. Crecen ahí unos chiles diminutos que incendian el aliento, son la variedad más picante de todos; basta una mordida para sentir que se nos vuela el techo del paladar, aunque el mayor productor de esta planta que pertenece al género Capsicum es Andhra Pradesh, en la costa sureste del país.
Quizás los chiles llegaron a la India hace unos cuantos siglos, pero la gente de este planeta ha estado comiendo o cocinando con chiles desde hace casi diez mil años. Puedo imaginar a uno de aquellos primeros hombres diciéndole a su mujer, mientras mira la carne mal asada y las verduras fibrosas con sus raíces: “Esta comida no sabe a nada. ¿No tienes chiles?”
Investigaciones recientes realizadas por botánicos muestran que la planta de chile fue ampliamente cultivada en México hace más de seis mil años. Colón fue uno de los primeros europeos en probar un chile cuando viajó a Centroamérica y a su regreso llevó un puñado a España. Un médico que también había ido a Sudamérica con él escribió sobre las propiedades medicinales del chile y pronto se convirtió en una planta que todo mundo quería cultivar, probar y comercializar. Los españoles afirman que ellos les informaron a los portugueses acerca de ella y les hablaron de sus virtudes, pero los portugueses niegan y dicen que sus comerciantes sabían de esta planta maravillosa mucho antes que los españoles.
Lo que es cierto es que Goa fue el primer lugar de la India en el que se cultivaron chiles en abundancia. De otra manera, ¿cómo podrían haber hecho el vindaloo más delicioso del mundo?
Escribo este pequeño ensayo sentada en un pueblo remoto de Irlanda en el que no se encuentran chiles en ninguna parte, a menos que uno tome un autobús y viaje tres horas hasta Dublín. Yo tengo un chile rojo seco y de aspecto marchito en mi maleta al que le he dado algunas mordiditas en cada comida como una rata hambrienta que roe un pedazo de queso viejo, mientras las personas de las otras mesas me miran con suspicacia. Pronto empezaré a tener alucinaciones y ver chiles marchando por todas partes junto con elefantes rosas.
De pronto escucho un sonido extraño y miro por la ventana. Veo una hermosa cotorrita de Kramer que grazna allá afuera. En su patita sostiene un chile rojo y brillante. Como si me encontrara en trance hipnótico, me levanto de la silla y asomo por la ventana. Todo se vale en el amor y en la guerra, y aunque sé que no es justo, arranco el chile de la garra del pájaro y empiezo a masticarlo. La vieja y sabia cotorrita se da cuenta de que soy su paisana y calla. Luego despliega las alas y me da una mirada que significa: “Si tuviera otro chile también se lo daría a usted”. Comprendo que el ave es una amiga de alguna vida pasada y que alguna vez yo también fui una cotorrita devoradora de chiles.
Bulbul Sharma es escritora y artista. Radica en Delhi, India. Sus obras son parte de la colección de la Galería Nacional de Arte Moderno de la India. Ha publicado diversos libros, entre los que destacan My Sainted Aunts, The Perfect Woman, Anger of Aubergines. Así como sus libros para niños: Fabled Book of Gods and Demons, The Children's Ramayana. Dirige talleres de pinturas y narración de cuentos para niños con necesidades especiales y es miembro fundador de Sannidhi, una Organización no Gubernamental (ONG) que trabaja en las escuelas de las comunidades de Himachal Pradesh.
Este texto fue publicado en nuestra revista-libro 136 El chile. Euforia y sutileza.
Portada y header de María José Zavala. La primera es una fotografía tomada en Mumbai, India, en 2018 y la segunda es el panorama del Mercado de verduras de Nada Khada, Udaipur, India, en 2017.