Unos de los conocedores más minuciosos del Centro Histórico de la ciudad de México, quien además ha participado activamente en su restauración, el arquitecto Luis Ortiz Macedo, interrogado por Artes de México nos señala y comenta cuatro de sus lugares preferidos entre los muchos que son de interés en esta zona. Su selección es de cierta manera una breve guía relámpago para visitar algunos de los palacios deslumbrantes que ya han sido restaurados.
Colaborar de nueva cuenta con Artes de México me da oportunidad de expresar mi satisfacción y orgullo. Satisfacción por asistir al renacimiento de una publicación tan necesaria a nuestra cultura: durante sus años de ausencia ninguna otra logró cubrir el espacio que ella misma ocupó a partir de sus remotos inicios; y orgullo por volver a integrarme al número de sus asesores y eventuales colaboradores, lo que durante largos años fui con verdadero entusiasmo.
Pero debo señalar asimismo que la empresa que se me ha encomendado dentro de este número reviste un especial compromiso que difícilmente acabaré cumpliendo. Elegir los sitios de mi predilección entre los centenares de atractivos que aún -pese al abandono al que fueron sometidas las estructuras urbanas y espacios arquitectónicos que constituyen el área que hoy denominamos Centro Histórico-, me resulta una tarea muy comprometedora. El medio siglo que llevo recorriendo las calles me ha permitido ir conociendo, uno a uno, la mayoría de sus templos, casas, palacios y conventos, en ocasiones aún habitados por las mismas ramas familiares, institucionales o religiosas que en su momento las edificaron, habiendo podido darme cuenta de mil detalles pequeños o grandes, en ocasiones intangibles, que fueron fortaleciendo mi amor por muchos de esos espacios, receptores de nuestra vida capitalina a través de los siglos.
Durante las últimas décadas se fueron densificando o empobrecido gran parte de nuestros monumentos, transformando sus patios en bodegas, sus zaguanes en tendajones y sus amplios salones en apretados hacinamientos de talleres o mazmorras. Otros edificios, pese a los embates, subsisten idénticos a como los conocí durante mi infancia. Otros, finalmente, han conocido la fortuna de llegar a manos de quienes han sabido amarlos, empeñando en su preservación cuantiosos capitales y desvelos, haciendo renacer en ellos el ritmo de una nueva vida, sin menoscabo de su dignidad y hermosura. Hacia algunos de estos últimos encauzo el día de hoy mis preferencias; puesto que en mayor o menor medida, en todos ellos he depositado parte de mis desvelos profesionales o pude contribuir en alguna forma a su rescate.
Al celebrar durante el presente año, la incorporación de nuestro Centro Histórico a la Lista de Patrimonio de la Humanidad, visitemos con orgullo algunos de los palacios o casonas que, debidamente renovados, nos dan la imagen de lo que podrá ser algún día el conjunto monumental más importante de todo un continente.
Visitaremos en nuestro recorrido cuatro viejos palacios. Como los seleccionados fueron edificados durante el siglo XVIII o principios del XIX.
La enorme fortuna amasada por don Miguel de Berrio y Zaldívar, propietario de extensos territorios agrícolas y ganaderos del norte del país, le permitió encomendar la construcción de este importante palacio al arquitecto Francisco de Guerrero y Torres en 1759. La estructura palaciega se pondera en su esquina por un gracioso torreón coronado por una hornacina guadalupana, teniendo la peculiaridad de que en vez de sólido perfil de remate, sus azoteas se ven limitadas por barandales de hierro forjado, hecho excepcional en las casas del siglo XVIII.
Especial atención deberá reservarse a un elemento totalmente original: la escalera de planta circular coronada por una pequeña cúpula, que posee la peculiaridad de desarrollarse en doble rampa, de tal forma que diversas personas podían subir o bajar los tres niveles originales sin entrecruzarse en su trayecto. El edificio sufrió grandes alteraciones durante los siglos XIX y XX. En este último se extendió su superficie agrandando un nuevo patio idéntico al original y se convirtieron en una sola sus plantas baja y de entresuelo. El día de hoy resulta ser unos de los palacios más dignamente conservados y mantenidos. La institución propietaria decoró las diferentes dependencias y oficinas como mobiliario, pintura y objetos de procedencia mexicana atractivo y singular. En la planta baja se ha acomodado un pequeño museo donde se presentan exhibiciones temporales de arte y artesanías mexicanas.
Edificada a mediados del siglo XVIII por una acaudalada familia, no fue esta casa un palacio nobiliario, aunque su escala y esplendor la sitúen dentro de las más sobresalientes mansiones capitalinas; al mismo tiempo se edificaron la casa anexa y una sucesión de locales de renta en menor escala con los mismos elementos que decoran sus fachadas sobre la calle de los Donceles. El conjunto resulta impresionante, al igual que la ornamentación de la portada principal y el ángulo que ostenta una hermosa escultura infantil, la cual destaca dentro de los amplios paños de decoración barroca. Largo años rentada por los condes de Heras y Soto, acaudalada familia de origen novohispano, sus habitaciones fueron decoradas durante el siglo XIX y hasta que cayó en usos comerciales incompatibles con su grandeza, aposentándose en ella las oficinas de carga del “Exprés”, o sea el depósito de mercancías del ferrocarril.
Hace escasos diez años fue adquirida, al mismo tiempo que la casa anexa, por el gobierno capitalino para alojar en ellas el Archivo Histórico del Ayuntamiento de México, desde su origen en 1522 hasta 1928 en que desapareció. Al mismo tiempo sirve de sede al Consejo del Centro Histórico de la ciudad de México, organismo coordinador de las acciones de salvaguarda de los viejos edificios de la metrópoli. Dignamente restaurada, sus cuatro hermosos patios y sus amplias estancias han rescatado el brillo de sus mejores años, recibiendo cotidianamente a estudiosos e investigadores que van a consultar sus riquísimos volúmenes y su espléndida planoteca.
En 1797, quien fuera entonces director de la rama de escultura de la Academia de Nobles Artes de San Carlos de la Nueva España, primera institución continental dedicada a la formación de pintores, escultores, grabadores y arquitectos, don Miguel Tolsá, recibe del científico Elhúyar el encargo de elaborar un proyecto arquitectónico para el edificio sede del más acaudalado organismo novohispano. Era común entonces que los pintores y escultores más destacados llegaran a encargarse del proyecto de obras arquitectónicas, facultándolos la propia Academia para ello. Así, Tolsá acabará por ser el “Maestro Mayor” más afamado de su época. En este palacio, mitad escuela e internado, se consuma el ideal estético del neoclásico que acabó barriendo para siempre al original barroco nuestro. Sus impresionantes y majestuosas fachadas, la fuerza y solidez de su patio, la inmensa y esbelta escalinata, sin duda alguna la más hermosa de México, el lenguaje sobrio de sus patios secundarios, el refinamiento y cuidado que se observa en cada unos de los detalles y la exquisita decoración de los salones que albergan a la capilla y el salón de recepciones, convierten a esta obra en el más bello y original del neoclásico mexicano.
Durante más de un siglo, después de desaparecida la institución minera, sus salones y patios albergaron a la escuela de ingenieros de la Universidad, la que permaneció hasta 1954, en que fue trasladada a Ciudad Universitaria. A partir de los años sesenta, después de una cuidadosa restauración, se dedicó a centro de cultura y cursos superiores de las diversas ramas de la ingeniería. Adaptado con las más modernas instalaciones, sus espacios integran el gran valor monumental con una función contemporánea tan acorde con el Centro Histórico como viene a ser la difusión cultural.
Construido a fines del Virreinato por el arquitecto Manuel Tolsá, el más afamado de los artistas que introdujeron en nuestro país el llamado estilo neoclásico, fue encomendada su construcción por la madre del propietario, la marquesa de Selva Nevada, heredera de una de las fortunas agrícolas y ganaderas más cuantiosas de la Nueva España en el siglo XVIII.Tolsá desarrolló en este edificio elementos que tipifican a los palacios europeos, como la depresión del paño de la fachada principal a base de una doble y delicada curva. La fachada posterior, que accede a los amplios jardínes del palacio, posee una mayor relación con el gusto personal del arquitecto, quien la resolvió a base de pilas pilastras de modelo paladino que acentúan su monumentalidad. De las dificultades que tuvo el constructor con sus acaudalados clientes durante el tiempo de su construcción, deducimos que éstos impusieron sobre aquél la solución del patio de planta elíptica que forma el centro de la composición, resuelto con tal elegancia y esbeltez, que más nos parece obra de un escenógrafo que del recio edificador de los palacios del Real Tribunal de Minas y el de los marqueses de Apartado. En la solución de la forma oval y su relación con la crujía de habitaciones rectilíneas, Tolsá se reveló poco hábil al no poder conciliarlas, así como al resolver la escalinata, angustiada con relación a la proporción de sus elementos.
Durante el segundo imperio mexicano fue residencia del mariscal Bazaine, comandante militar de Napoleón III al frente de las tropas de intervención y después de sucesivas modificaciones se le impusieron diversos usos. Fue adquirido por el Estado mexicano el año de 1966 para alojar, tanto en el viejo palacio como en el anexo armónicamente edificado a principios del presente siglo, las colecciones de pinturas europeas que a base de adquisiciones y donaciones particulares firmaron parte del fondo museográfico de la antigua Academia de San Carlos a partir del siglo XVIII. La colección expuesta en la actualidad está integrada por pinturas, dibujos, grabados y esculturas de los siglos XV a principios del siglo XX, sirviendo al mismo tiempo como sede de la Academia de Artes y sus colecciones de artistas contemporáneos. El hoy llamado “Museo de San Carlos” ostenta en sus salas retablos catalanes del siglo XV y pinturas de artistas de la talla de Rubens, Franz Hals, Tintoretto, Gerard Davis, Collantes, Goya y Zuloaga.
Luis Ortiz Macedo. Arquitecto mexicano, ha intervenido en la restauración de más de setenta monumentos, dieciséis conjuntos urbanos y más de cuarenta obras contemporáneas. Fue director del Instituto Nacional de Antropología e Historia, del Instituto Nacional de Bellas Artes y de Fomento Cultural Banamex. Actualmente es vocal ejecutivo del Centro Histórico de la Ciudad de México. Entre otros libros ha publicado Cuarenta siglos de plástica mexicana, El arte de México virreinal, Los monumentos de México, Ernesto Icaza, maestro del ingenuismo mexicano, Nuestra pintura mexicana, Nuestra pintura I y II, Un pintor romántico de México: Edouard Pingret.
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