04 / 12 / 25
Un niño rarámuri y su camión
Isabel Martínez y Alejandro Fujigaki Lares

Sería equivocado pensar que en todas las culturas se ha jugado de la misma manera, porque el juego guarda vínculos profundos con la noción de infancia que cada pueblo tiene: ¿cómo son vistos y qué lugar ocupan los niños en cada sociedad?, ¿cómo el juguete determina su inserción en el mundo de los adultos? Aquí, dos antropólogos trazan un itinerario de la infancia rarámuri y nos invitan a mirar en el vínculo del hombre y sus juguetes las huellas de aquel juego que entretenía a Dios y al Diablo en el inicio de los tiempos.

Sabino trabaja en el patio de su casa y, en el horizonte, percibe el mar verdeazul de las montañas de la Sierra Tarahumara. Machete en mano, con precisión y fuerza, golpea una madera de pino. Observa cada uno de los cortes que realiza y se detiene con más cuidado cada vez. Gira la madera, ahora convertida en un par de tablones apenas del tamaño de sus brazos. A la mañana siguiente, continúa con su labor, pero ahora forma círculos. Aquel cuchillo que excede en dimensiones el cuerpo del niño de seis o siete años es óptimo para la tarea. Busca alambres, tornillos, cuerdas, varas, cualquier material que pueda ser reutilizado, por su potencia virtual de transformarse en lo que él desea. Ese pequeño bricoleur crea una camioneta para jugar, como aquellas que ha observado en los lejanos caminos de las barrancas y que son propiedad de los mestizos. Mira su obra finalizada, amarra una cuerda en el frente y tira de aquel nuevo camión por todo su mundo.

No relataremos la infancia de este niño, del cual apenas conocemos esta imagen; sino que al pensar en Sabino creando aquel juguete hablaremos de la infancia del mundo rarámuri. Como este pequeño –habitante de Buena Vista, ranchería rarámuri de gentiles o cimarronis, no bautizados cercana a Batopilas–, los niños rarámuri no pierden oportunidad de acariciar el filo de su machete en cualquier casa que se encuentre a su alcance. Dejan rastros de su presencia al imprimir las huellas de sus cuchillos en el mundo; por ello zanjan los objetos como si relataran una historia. Como en el nombre del pequeño del camión, Sabino, el crecimiento de los niños rarámuri es lento y moderado, sus raíces son profundas y extendidas; y pese a que su madera es flexible y blanda, son resistentes y fuertes. Desde la mirada que los mestizos tomamos para vincularnos con los otros, surge con los niños rarámuri la imagen que ellos describen como “chirisco”. Cubiertos de humo y polvo, sus cabellos negros, lacios y despeinados recuedan la textura de las cobijas de lana que cubrían a sus antepasados, los anayáwari; y sus rostros, que enmarcan aquellos ojos como almendras, en ocasiones conservan, como sus ropas, marcas de transcurso de los días, de la tierra, de sus antepasados por los caminos entre los ranchos, de aquello que han comido en el monte mientras cuidaban de los rebaños de chivas y de sus paseos con sus otros hermanos. Pero demeritar esta imagen no es más que un equívoco.

Norogachi, Sierrra Tarahumara, 1993.

Estar “chirico” es una expresión de dos cualidades altamente voladoras en la sociedad rarámuri y, de dos aptitudes apreciadas en los niños: autonomía e individualidad. Desde que aprenden a caminar, los niños son responsables de su cuerpo, el cual según William Merrill es como una casa habitada por un conjunto familiar, un grupo de almas. Deberán cepillar su cabello y limpiar con sumo cuidado rostro y pies, ambas manifestaciones de un buen crecimiento. Mientras ellos se encargan de cuidar y mantener su cuerpo-casa, la maduración de las almas, que crecen a la par de este cuerpo, estará al cuidado de los hermanos mayores, los padres y principalmente los abuelos.

Los hermanos mayores deben cuidar de los menores, ayudarlos como guías en sus primeros pasos por los caminos rarámuri. Este gran grupo de hermanos –potencialmente conformado por todos los integrantes de una generación– no sólo muestra a los otros cómo lavar la cara y los pies, la ropa y eventualmente hacer unos zapatos de tres correas con llanta de carro y cuero de chivo. Los mayores guían a los menores en cuanto a cómo observar, jugar, hacer. Salgamos del equívoco: no sólo son niños atendiendo las necesidades logísticas de otros niños; son sobre todo un colectivo de solidaridad que transmite a los pequeños las técnicas básicas para que éste llegue a ser autónomo; establecen un vínculo que les permitirá consolar una pérdida, una decisión errada y un dolor físico, pelear, divertirse y acompañarse.

En las grandes fiestas –como en Semana Santa o en las celebraciones de matachín–, o en las labores de trabajo colectivo, los padres salen del hogar durante días. A cargo de la casa se quedan los hijos mayores. Esta imagen es análoga al proceso de embriaguez: las almas grandes salen del cuerpo y a cargo se quedan las pequeñas. Entonces surgen la risa, el juego, el llanto, el enojo y todo aquello que caracteriza a un grupo de niños que camina por la sierra. Imaginemos a tres o cuatro pequeños solos un par de días en un rancho en medio de la Sierra Tarahumara. Son poseedores de una libertad total de una capacidad de decisión absoluta sobre su mundo: esto es la autonomía rarámuri. Y los niños la viven siguiendo los caminos que están dentro de su cuerpo y el camino de los antepasados (anayawári boé), es decir, la costumbre; está, además de una serie de normas morales –que los mayora, encargados de aconsejar a los niños, transmiten– implica también un conjunto de técnicas corporales y de acción.

Cuando los padres se van, los niños comen pinole –maíz tostado y molido– tortillas que ha dejado su madre, frijoles, y realizan sus labores cotidianas: sacan su rebaño de chivas al monte para pastar recogen leña, traen agua y juegan. En ocasiones, algunos de esos chivos son de su propiedad y pueden negociar su venta con los mestizos locales. Bautista Moreno dijo un día: “si lo ven mal es cosa de él, es su negocio, y así aprende”. Las decisiones que los niños toman son respetadas ya asumidas por sus hermanos mayores y por sus padres, ya que esto es una forma de construir a la persona. En la ausencia de los padres y al regreso de su trabajo, los pequeños cuidan de la casa, de las propiedades, de su ropa y, eventualmente, se ocupan de tomar un baño, lavar su cara y sus pies. En el proceso de transmisión del conocimiento, la figura más fuerte no es la del maestro o la de aquel que enseña, sino la de quien sabe observar y aprender. Surge entonces la pregunta: ¿cómo realizan todas estas actividades los pequeños?

Mucho antes de caminar, ellos habitan en el regazo de sus madres por años. Alternándose entre su espalda y sus pechos, los bebés viajan por la sierra. Ella camina mientras los pequeños miran el horizonte a la altura de los ojos de su madre. Así, comparten los rituales, las noches de danza y de teswino –cerveza de maíz–; observan, y con ello aprenden que el silencio es primordial para conocer, para reflexionar y para pensar (natáma). Después de nacer, el niño es presentado a Onorúame (El-que-es-Padre, demiurgo identificado con el Sol y con Dios), y entonces, entenderá que él es la única fuente de conocimiento y que, para poder acceder a él, tendrá que enseñarse a estar solo, tener un espíritu tranquilo y buen corazón, además de pensar correctactamente. Los padres rarámuri son discretos al llamar la atención de sus hijos en público no sólo porque esto podría alterar la serenidad de sus almas y asustarlos, sino porque por lo general no es necesario. Los niños son callados, reservados, tímidos, silenciosos y autónomos, tal como Onorúame les enseña en sueños, después cultivan estas cualidades durante sus largas caminatas en las que cuidan rebaños de chivos.

Esta autonomía no sólo es producto de las relaciones que los niños mantienen con Onorúame de manera individual, sino también del respeto a sus decisiones. Así, cuando ya pueden caminar, pensar y hablar –dos expresiones de las almas en este mundo–, pueden decidir con quién habitar. Y una de las elecciones más frecuentes es ir con sus abuelos. Estos lazos se caracterizan por ser amorosos, estrechos, pícaros, llenos de juego y de pasión. Construyen un canal de tiempo entre los que están más cerca de los antepasados y aquellos que están llegando al mundo. Tal vez por ello la terminología del parentesco con la que se refieren unos a otros es recíproca y cuando la traducen al español es confusa y equívoca. Un día Andrea Lova nos mostró a su nieto, a quien divertidamente llamaba Brocolito, y nos dijo: “mira a mi abuelito”. Inclusive, este vínculo implica algún tipo de broma sexual que se formaliza y es necesaria durante los rituales mortuorios, donde tanto los nietos como los cuñados son inmunes al daño que pudiera causarles aquel que ha partido y no quiere ir solitario en su camino con Onorúame. Los nietos limpian el cuerpo y, en ocasiones, los varones (cuñados abuelos-nietos) se visten como mujeres. Esta regla de broma y diversión permite, entre otras cosas, crear un lazo con los difuntos y mediar la tristeza a través de las risas producidas por estas inversiones.

Matraca en forma de avión. San Antonio la Isla, Estado de México.

Alejandro Fujigaki Lares. Antropólogo Social por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Maestro y doctor en Antropología por la UNAM. Realizó una estancia posdoctoral en el Museo Nacional, de la Universidad Federal de Rio de Janeiro, Brasil, y actualmente realiza una estancia posdoctoral en este Instituto con el proyecto: “Sostener el mundo” en el Antropoceno. Hacia una ecología (cosmo)política de los rarámuri de México, asesorado por la Dra. Elena Lazos Chavero.

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