29 / 10 / 24
La ofrenda, un derroche creativo
Marta Turok

La tradición del día de Muertos casi no se ha modificado en las comunidades indígenas, pero en las grandes urbes ha sufrido una metamorfosis. En la que los objetos sagrados se transforman en motivos de ornato o en banderas de la nacionalidad. ¿Qué piezas forman aún parte del diálogo que los hombres establecen con los dioses, y cuáles integran el universo decorativo?

El olor y el color son inconfundibles, fuertes y penetrantes; llegan por ahí de octubre cuando la cosecha está a punto. Arriba a los mercados y tianguis la flor de cempasúchil como señal de que se acerca esa particular fecha en que recordaremos a los que han partido. Empiezan a montarse los puestos en los que se venden objetos destinados a la celebración del día de Muertos: las rajitas de ocote con el copal, los incensarios y candelabros de barro, el papel picado…

En la conciencia colectiva, sobre todo urbana, aparece la figura, que con el tiempo ha logrado imponerse, de un mexicano que juega con la muerte, se burla de ella, la trata con irreverencia. Y esta imagen se yuxtapone con la de las comunidades indígenas, guardianas de la ritualidad, que viven esta ceremonia con sigilo y reverencia. Las festividades que estos grupos consagran al día de Muertos se celebran en familia; son íntimas, aunque poseen una dimensión colectiva, comunitaria. Como en todo ritual, se componen de varios actos: la recepción y despedida de las ánimas, la preparación y colocación de las ofrendas en el altar familiar, el arreglo de las tumbas, la velación en el camposanto y la celebración de oficios religiosos dentro de la liturgia católica. En esta ceremonia los parientes muertos regresan, en su estado de ánima. Como vienen de un mundo parecido al de los vivos, se les recibe con una breve convivencia y se les despedirá con música, comida y recuerdos. No hay olor a muerto ni hay temor.

En muchos lugares, las ánimas de los muertos serán guiadas por el aroma de pétalos de flores, preferentemente de cempasúchil, que trazan una vereda desde la calle hasta el altar.

El repique de campanas, los rezos, la quema de copal y el encendido de velas anuncian su llegada, en tanto que el tronar de los cohetes o un nuevo repiquetear de campanas los despide. Aunque hay lugares, como la huasteca hidalguense, en que las festividades del día de Muertos tienen repercusiones hasta el Carnaval, cuando algunas ánimas que quedaron sueltas son captadas con mecates, el micahuitl, para que regresen al más allá. La ceremonia se prepara con antelación: se limpia el panteón, generalmente con tequio y faenas comunales. Las familias se encargan del arreglo de los sepulcros particulares, aunque nunca falta el atavío de la tumba de algún muerto anónimo, o de algún otro que ha perdido a sus familiares, quienes son recordados porque en algún lado del mundo se les echa de menos.

Después del arreglo de la tumba viene la velación a los muertos, a veces compartiendo los alimentos, y con frecuencia llevándoles serenatas, o ejecutando danzas rituales con máscaras, de modo que la devoción ante el altar familiar se replica en el camposanto.

Ubicada junto al altar tradicional a los santos o en la estancia principal de la casa, la ofrenda muestra variaciones regionales, y a la vez comparte ciertos elementos formales. Una mesa o una repisa cubierta por un mantel, preferentemente blanco con bordados, que en la actualidad ha sido sustituido en ocasiones por uno de plástico estampado, son la base de cualquier altar de la República Mexicana. Para delimitar el espacio sagrado que será destinado a la ofrenda, se amarran a las patas de la mesa uno o varios arcos de caña, otate o carrizo, que son adornos con palmas, cucharillas, flores de cempasúchil, hojas de plátano e incluso frutas frescas, chiles secos y panes. Los altares más espectaculares se construyen a modo de catafalco con cajas o repisas cubiertas para ganar altura. En este tipo de trabajos destacan los pueblos nahuas de la ciudad de México y la huasteca, los purépechas de Michoacán y los zapotecas del valle de Oaxaca. Delante o detrás de la mesa en ocasiones se cuelgan flores de papel, papeles picados o recortados, que acompañan a las fotografías de los parientes que han partido, generalmente colocadas entre varios floreros. Delante de la mesa, sobre un petate nuevo, pueden ponerse uno o más incensarios. También la ofrenda puede integrar algunas vestimenta u objeto emblemático del difunto, como un machete, un sombrero, una faja, juguetes para los niños, etcétera.

Entre el 30 de octubre y el primero de noviembre se habrán cocinado ya los platillos tradicionales que serán ofrendados a los muertos. Se acostumbra que todos los trastes de barro en los que sean ofrendados los alimentos sean nuevos, y que después pasen a conformar la vajilla cotidiana.

Paul Czitrom. San Jerónimo Xacatlán Puebla. 1999.

Los objetos rituales

En tanto sean producidos y utilizados ex profeso para la festividad, los objetos asociados con el culto a los muertos son considerados artesanías ritual. Muchos de ellos integran la ofrenda, cuya naturaleza efímera testifica el derroche creativo, al que obliga la transformación anual. El sincretismo de esta fiesta es palpable sobre todo en las piezas que integran una ofrenda, aunque también puede apreciarse en tradiciones que fueron parte de los ritos del siglo XVI, y que encontraron eco en las costumbres prehispánicas, como el ofrendar regalos a los muertos, el visitar a los panteones para compartir con los difuntos su efímero regreso y el trato especial a los niños fallecidos. En cuanto a los objetos, resulta interesante, por ejemplo, que en el Códice Magliabecchiano aparezca una página que muestra enramadas de papel con diseños probablemente pintados con ulli o hule, antecedente directo de las enramadas de papel picado que se utilizan actualmente y cuya influencia es una combinación de elementos prehispánicos, chinos y franceses.

En la actualidad, la manufactura de papel picado se ha desarrollado como tradición de San Salvador Huixcolotla, Puebla, así como en Uruapan, Michoacán y Tláhuac, en el Distrito Federal, aunque en muchas otras localidades se produce de manera menos comercial. En Metepec, Estado de México, y Santa Fe de la Laguna, Michoacán, los candelabros e incesarios son elaborados con un barniz o greda color negro. En Ocotlán, Oaxaca, se realizan de barro cocido y las figuras que los adornan son pintadas con tierra y pigmentos color blanco y azul cobalto. Los incensarios llevan una corona de figuras antropomorfas con los brazos en alto y enlazados, y a los candelabros se les aplica, en pastillaje, una calavera adosada al tubo y bases, lo que nos recuerda una pieza prehispánica: la vasija trípode, de uso ceremonial, estilo mixteco, encontrada en Zaachila, Oaxaca. Ésta hecha de barro anaranjado, tiene adosada a un costado una figura atribuida al dios Mictlantecuhtli en forma de esqueleto, cuya cabeza puede girar sobre el cuello, y cuya expresión oscila entre lo macabro y lo juguetón. En el vecino pueblo de Atzompa, Oaxaca, los incensarios y candelabros son de barniz verde, y se decoran con pequeños rostros de querubines. En Huaquechula e Izúcar de Matamoros, Puebla, los incensarios son de barro cocido con engobe blanco, y son decorados con anilinas de diversos colores; lucen querubines y dos flores de molde sobre el borde, en tanto que los candelabros llevan adicionalmente una figura de San Miguel Arcángel.

Las velas son decoradas con escamas y elaboradas figuras de flores y hojas, o con simples listones de colores que serpentean diagonalmente. El amaranto mezclado con tamal forman una pasta llamada tzoalli, con la cual los aztecas moldeaban figuras de algunas deidades que se utilizaban en las fiestas y ceremonias, algunas vinculadas con la muerte. En la época colonial esta mesa fue posiblemente reemplazada por panes de harina de trigo con figuras antropomorfas, o con rostros de azúcar hechos con molde, que desde entonces se distribuían en las ofrendas del día de Muertos.

Jorge Vértiz. Huaquechula, Puebla. 1999.

Del rito al mito: de la recreación popular a la instalación artística

Al comparar las tradiciones rurales indígenas e incluso las mestizas urbanas del interior de la República con las de la ciudad de México, nos percatamos que en esta urbe se ha desarrollado una nueva visión del día de Muertos que se extiende hacia otros centros dentro y fuera del país. Evidentemente, en este giro jugó un papel importante José Guadalupe Posada. En cercana asociación con la obra de este grabador, encontramos “la calavera” como sátira literaria, llena de ingenio, utilizada como recurso de censura hacia los políticos y las figuras públicas. El ritual de convivir con los muertos, en este contexto, tiende a desacralizarse. Otra evolución digna de tomarse en cuenta es la que se vive en aquellos pueblos, como Mixquic en la ciudad de México, Michoacán, donde el fervor se mezcla con el turismo masivo. Los habitantes de estos lugares han aprendido, paulatinamente, que también es negocio conservar la tradición. En el ámbito de la expresión artesanal popular y del montaje de ofrendas se produce una explosiva resemantización que convierte el culto a la muerte en un culto al espectáculo. Debemos reconocer que desde hace unos años la imagen urbanizada de la muerte, la de las calacas, las calaveras y ciertas ofrendas, ha perdido sentido rituales para recrearsea sí mismo.

La artesanía ritual se convierte en arte popular decorativo, para ser coleccionados y exhibidos. Numerosos artesanos, como los hermanos Alfonso y Tiburcio Sotero, de Metepec, Estado de México; la familia Linares, de la ciudad de México; Alfonso Castillo, de Izúcar de Matamoros; Roberto Ruíz, de Oaxaca y Ciudad Nezahualcóyotl, comenzaron a hacer figuras de calaveras a partir de interés de los compradores y promotores en la década de 1950 y 1960, lo que en ningún modo demerita la creatividad y el gusto con el que realizan sus obras. La ofrenda también ha cobrado nuevos valores: se ha convertido en un símbolo por excelencia para artistas y para el sistema educativo. Por una parte deviene en instalación artística y en performance, y es llevada a museos y centros culturales de México y otros países; por la otra parte, se convierte en las escuelas en un medio de reafirmación de los valores culturales de México, para contrarrestar al anglosajón Halloween.

Indudablemente, la fiesta de día de Muertos es un testimonio de que vivimos una época de transformación entre el rito y la mitificación de algo que quiere ser definido como arquetipo nacional

Marta Turok. Es antropóloga por la Universidad de Tufs, con estudios en Harvard y en la UNAM. Preside la Asociación Mexicana de Arte y Cultura Popular, AMACUP, desde 1989. Ha publicado, entre otros títulos ¿Cómo acercarse a la artesanía?El caracol púrpura, una tradición milenaria, Fiestas mexicanas y Living Traditions: Mexican Popular Arts. Fue co-curadora, junto con Mark Winter, de la exposición El sarape de Saltillo:Enigma y huella, presentada en el Museo Franz Mayer.

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