Las voces de las artesanas nos dan cuenta de los secretos detrás de sus creaciones, los procesos y las dificultades cotidianas de su oficio. La antropóloga Eva Garrido registra los testimonios de las mujeres que han forjado el barro como una tarea doméstica, en la que han descubierto su destino.
Ocumicho es una comunidad localizada en la región de la Sierra del puréecherio, “la tierra de los purépechas”. En este pueblo hay un lugar que es memoria de un tiempo ancestral: “el Malpaís”, Allí vive la “gente de antigua” y se le escucha por el ojo de agua de donde sale la música: son los “no bautizados”, “comedores de serpientes ","apaches ". Las personas “de antigua” andaban casi encuerados, se cubrían con pieles de venado y “se comían a los chiquillos”, los que adoraban “ídolos” (sic) y vivían, viven todavía, en esa zona arqueológica, el “Malpaís”. En este lugar, entre los tesoros escondidos, entre las víboras y las yácatas, habita el Diablo. Las personas de Ocumicho reconocen ese espacio como el lugar de las personas “de en más antes”, pero los que realmente fundaron el pueblo venían de otro lado.
La geografía local establece fronteras claras, pero porosas, entre distintos tipos de personas que se encuentran ordenadas a partir de un centro en el que habitan los católicos y la gente de “costumbre”, los purépecha. Fuera del pueblo viven “los otros”, los turixes, un “otro” que por excéntricos es distinto, aunque no tanto como los “apaches”, cercanos en el espacio, pero temporal y moralmente alejado. Ellos son los “no purépecha”.
Al interior de Ocumicho, la conducta de sus habitantes determina si estarán bajo la protección de los santos, o bien, de los distintos diablos que pueblan el entorno, como “Los patrones”, que habitan ciertos cerros y controlan a “los que salen en la noche”, cuidan “a los que toman” o tienen bajo su inspección a quienes poseen bienes en distintas comunidades.
Las esculturas de barro policromado conocidas como “Diablos de Ocumicho” son objetos transfronterizos, obras creadas para un otoño purépecha, pieza que remiten a las historias del cerro, de la barranca, de las fiestas del pueblo, del mundo y el acontecer de sus habitantes. Creaciones en las que un personaje liminal como el Diablo cobra gran relevancia; elaboradas para viajar y poblar museos, galerías y estanterías de turistas, coleccionistas, artistas y antropólogos. De esta manera, las alfareras y sus creaciones son agentes sociales que, desde los años sesenta, activan interacciones entre instituciones, museos, galeristas y empresarios.
Aquel Marcelino iba a ayudarme. Me acompañaba a hacer compostura porque allí nos convidaba a comer. Iba yo a Cocucho a enseñar las pastorelas y allí iba a ayudarme y hacía un arco [de cera escamada como adorno para los santos patrones de Ocumicho], así andaba ese Marcelino aquí y allá [...] Un día, de repente me visitó como a las siete de la mañana, y me dijo: “esto es lo que me pasó. ¡Ay, allá en el chino!, así le decían a una barranca en el camino a Tangancícuaro, el sol entró como oscureciéndose, un señor me habló: ´míreme bien, así estoy para que me hagas esas figuras´, y ¿quién eres tú, le preguntó. Se fijó en sus pies, en las patas pues, que tenía como gallina un lado y a otro como becerro. Se persignó y desapareció. (Natividad Quirós, 1995).
Marcelino Vicente Mulato fue vecino de Ocumicho, muchos lo conocieron, convivieron, trabajaron y aprendieron de él. Marcelino fue el primero en vender diablos a instituciones encargadas de la promoción y el desarrollo artesanal. Sus moldes se siguen utilizando en la comunidad y sus piezas reposan en museos de Michoacán.
¡Ya tiene mucho que hago figuritas! En Ocumicho, aunque los niños estén chiquitos ven a su mamá haciendo figuras y tienen ganas de tentar el lado amasar. Así empecé con mi mamá [Rosaura Felipe Zacarías]. Trabajaba puro badoo y yo entonces me enseñé a hacer figuras. Ella no me dejaba [...] y yo le decía: “yo sí tengo muchas ganas, ¡se me antojaba mucho!”. “No andes agarrando eso, tú vas a hacer el mandado, lo que yo te diga”, y yo decía que sí. Un día que iba a Patamban me dijo, “hágalo pues, si no quieres entender, hágalo”. Yo hacía gallinitas, puerquitos y silbatitos de molde, tenía ocho o nueve años [...], andábamos muy pobres [...] cada ocho días ella iba a Patamban a vender y traía chile, jitomate, cebolla, ¡todo lo que necesitábamos! (Eloísa Carlos Julián, 2014).
Eloísa Carlos Julián tenía sesenta y un años cuando conversamos, en abril del 2014; pocos meses después falleció. En su relato recuerda una vida de trabajo y escasez, la falta de agua en el pueblo, los caminos de tierra, el acarreo del barro con burros, el esfuerzo que requería el oficio, y su trabajo como maquiladora de Marcelino Vicente, capítulo que agrega valor a su trayectoria.
A mí me enseñó mi mamá cuando yo era niña. No recuerdo bien, pero ella me enseñó. Empecé a jugar con el lodo, hice figuritas chiquitas con la mano y después con el molde, A los doce años ya tenía mi diploma, gané un concurso infantil [...] A mí me gusta este trabajo, es difícil porque a veces llega un cliente y me dice, “dame barato porque se rompe muy fácil”. Es divertido hacer una pieza, porque siento que estoy jugando (Sabina Elías, 2014).
La señora Esperanza Felipe Mulato es referente en la comunidad, Es reconocida como una “de las primeras” artesanas, además de ser familiar de Marcelino Vicente Mulato, con quien también aprendió. Se inició con su madre, Rosalinda Mulato Zacarias, cuando tenía catorce años, y con ella iba a vender los juguetitos a Patamban cada jueves.
Las mujeres trabajan más que los hombres porque como se quedan viudas o son solteras tienen que mantener a la familia [...] Unos, solitos agarran y empiezan a hacer los monos y como les quedan mal dicen; “a mí no me quedó igual que a ti”, Pues cómo te va a quedar igual, si apenas te vas enseñando” [...] ya luego se enseñan [...]. A mí sí me gusta mucho trabajar en esto, pero mi esposo que quería, decía que había mucha envidia. Cuando él murió, empecé, tengo vida 20 años. Antes sí se vendía mucho, ahora ya no. Yo había visto a mi hermana que vendía mucho, pero ella iba hasta por Monterrey, sabía vender (2014).
Emilia recuerda el gusto que tuvo por el trabajo. Enviudar y la rentabilidad de un oficio que podía desarrollarse en casa fueron razones que la llevaron a desempeñarlo. Emilia Gutiérrez se refiere a las fuentes de inspiración y a la idea de sus creaciones: la historia, el recuerdo y las recomendaciones de los compradores y turistas, interlocutores que han calificado su trabajo como “arte fantástico”: “cuando venían de lejos, de Estados Unidos a comprar, nos decían que éramos artistas y a mí me gustó mucho”
Yo veía a mi mamá y sí me gustaba. Me decía: “¿no te enseñas?”;que le digo “sí”, pero nunca la hacía. Hasta que un día estaba bien enojada porque yo no había hecho tortillas. “¿No te apuras a hacer tortillas?”, le digo, “no”, “quieren que haga todo yo”, “no estás tan chiquita para que no te apures a hacer el quehacer”, y que me regaña. “Pues enséñame para poder hacerlas [las figuras] y tú haces tortillas”, “orale”, y que me empieza a enseñar. Después me decía “yo pensé que no te ibas a poder enseñar, pero sí te enseñaste” (2000).
Zoraida Rafael empezó a trabajar el barro a los 14 años. Desde entonces su madre se dio cuenta de que “ya le había ganado, que las hacía mejor que ella”. Aprendió a hacer piezas de molde. “Sí sé hacerlas porque no son trabajosas, pero casi no me gusta”. Con el tiempo, y ante la demanda del mercado que creció, su madre comenzó a hacer figuras moldeadas y ahí aprendió.
Las mujeres de Ocumicho moldean piezas que remiten al presente y pasado del pueblo, peros sus manos, reciben también el barro para crear “cosas que no conocen”, otras que ven en libros o en la televisión; representaciones de los “otros” y de un “nosotros” en el que ocasionalmente ellas mismas se retratan como alfareras. ¿Cómo se convierte una mujer alfarera? Para aprender es necesario tener cualidades; innatas, unas; adaptadas, otras, y la mayoría aprendidas. De todas las aptitudes que requiere una alfarera en Ocumicho destacan cuatro, en especial: “tener sentido”, “la paciencia”, “las manos frías” y “el gusto por el trabajo”.
Eva María Garrido Izaguirre. Doctora en Antropología de América por la Universidad Complutense de Madrid. Coordinadora y docente investigadora del Programa de Arte y Patrimonio Cultural de la Universidad Intercultural Indígena de Michoacán. Miembro de SNI.
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