El libro de horas se inscribe, como los antiguos libros medievales, en una estructura temporal íntima: cada cuadro es un momento del día, una estación del alma, un paso en un vía crucis personal. La presencia del cuerpo es central —no como objeto de contemplación, sino como territorio de batalla–.
Hay libros que se abren como heridas y otros, como cálices. El libro de horas del pintor Alfredo Castañeda es ambos: un breviario de los estremecimientos cotidianos, un altar portátil donde el tiempo se desangra lento y la pintura se convierte en plegaria. No se trata aquí de una mera colección de imágenes: este libro es un rosario de visiones, un rezo fragmentado, una ofrenda pagana al instante que se escurre entre los dedos.
Alfredo Castañeda, con esta obra, se suma a esa estirpe de artistas que no ilustran la vida, sino que la reinventan desde sus ruinas. Nos entrega un libro que no teme al vacío ni a la duda, que abraza la fragilidad como motor creativo. Un libro que se puede leer como se leen los cielos en la madrugada: con asombro, con miedo, con amor. Libro de horas es para quienes se atreven a mirar y a aproximarse al abismo y descubrir que ahí también habita una belleza que arde.
Desde la primera página, el pintor propone un mundo que se tambalea entre la fiebre y el rito. Cada imagen parece el resultado de una combustión interior, de una lucha entre la forma que quiere nacer y el abismo que la niega. El trazo es delicado pero tenso, como si se dibujara sobre la piel de un tambor o de un animal dormido. Hay una voz que no se oye, pero que se siente: una voz que musita letanías, que invoca la memoria de lo no dicho, lo que la luz apenas alcanza a rozar.
El libro de horas se inscribe, como los antiguos libros medievales, en una estructura temporal íntima: cada cuadro es un momento del día, una estación del alma, un paso en un vía crucis personal. La presencia del cuerpo es central —no como objeto de contemplación, sino como territorio de batalla–. Cuerpos que se fragmentan, que se funden con la sombra, que se enfrentan a su doble. No hay redención ni condena clara, pero sí una insistencia en la pregunta ¿qué es habitar el tiempo con conciencia del dolor?
Dramático sin caer en el exceso, Castañeda construye una escenografía del silencio. Sus figuras parecen atrapadas en una coreografía suspendida, en un segundo antes del colapso. Hay ecos de Francis Bacon, pero también la contención de Giacometti; una violencia sugerida, nunca explícita, que opera en los márgenes del trazo. La espiritualidad no es aquí luz celestial, sino una combustión lenta. Un incienso negro que asciende desde lo más hondo de la psique.
El dramatismo del libro no reside en el grito, sino en el murmullo. En la tensión entre la forma y lo que la excede. Hay pinturas que parecen sueños interrumpidos por el llanto, otras, retratos de santos que han perdido la fe. Pero todas, sin excepción, obligan al espectador a detenerse. A dejarse mirar por la obra. A entrar en ella como quien entra a una capilla donde ya no hay Dios, pero sí un eco que duele.
La potencia de este libro está también en lo que no muestra. En las zonas de sombra, en lo velado, en lo apenas sugerido. Como lector —porque aquí el ojo es lector tanto como el corazón— uno sale de la lectura tocado, herido, abierto. El libro de horas no se termina: se queda. Se instala en algún rincón del pecho y, desde ahí, comienza a operar como un rumor, como una oración que no sabemos a quién va dirigida, pero que, sin saber por qué, nos salva.
Este texto también se publicó en Sin Embargo, como parte de nuestras reseñas quincenales alusivas a nuestro fondo editorial: El libro de horas de Alfredo Castañeda: liturgia del temblor y la carne | SinEmbargo MX
Plácido Merino. Reseñista de Artes de México.
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