
Se colecciona por muchas razones: por rodearse de belleza, por poseer un fragmento de historia, por lograr una inversión…¿Por qué colecciona Ruth D. Lechuga ? Dos sencillas blusas de Nahuzontla, Puebla ofrecen una primera respuesta.
La afición por coleccionar objetos existe desde tiempos remotos, la más antigua evidencia la proporcionó un sorprendente hallazgo arqueológico realizado en el Medio Oriente durante los años cincuenta. El descubrimiento es cuestión reveló que un alto dignatario sumerio -que al parecer era una mujer- se había hecho enterrar con una rara colección de objetos antiguos y contemporáneos (para esa época) asociados entre sí. De acuerdo con los especialistas, aquel conjunto de piezas constituía una auténtica colección, que había requerido para reunirla no solamente tiempo, sino también una cuidadosa selección.
Los museos, como hoy los conocemos, se empezaron a organizar en el siglo XVIII; surgieron paulatinamente imitando el ejemplo de las bibliotecas, cuyo nacimiento les había antecedido por muchos siglos. Pero, a diferencia de éstas, eran en sus inicios prácticamente bodegas de almacenamiento de objetos curiosos o raros. Fue a partir del Renacimiento que Europa entró de lleno en el coleccionismo, cuando las clases socialmente poderosas se dieron a la tarea de competir y hacer de cada palacio verdaderos contenedores de obras de arte. Sin embargo, al margen de la belleza y valor de aquellas maravillas, la inmensa mayoría permanecía muda. Los campos sociales que se sucedieron obligaron a arqueólogos, historiadores e historiadores del arte, por lo menos, a que decidieron interminables horas de agotadora y paciente labor para lograr hacer comprensible, a todos los niveles, los valores culturales y estéticos de aquellos tesoros. Sólo hasta entonces los museos cumplieron su verdadera función.
Los grandes descubrimientos geográficos efectuados a partir de 1492 representaron una verdadera revolución cultural; el conjunto de conocimientos tenidos como irrefutable por el mundo occidental quedó en un severo entredicho, que sólo se reorganizaría con el paso de los años. Aquellos extraordinarios hallazgos revelaron, entre otras muchas costumbres, la existencia de civilizaciones -negadas como tal en un principio- que coleccionaban plantas y animales vivos, verdaderos jardines botánicos y parques zoológicos, para el solaz de los monarcas de aquellas legendarias regiones. Los testimonios escritos de Cortés, Díaz del Castillo, Durán, Sahagún, etcétera, así lo dejaron constatado.
Fue hasta finales del siglo XVII y principios del XIX cuando, con fundamento en las fuentes escritas del XVI, científicos, artistas y coleccionistas emprendieron la descomunal tarea de sistematizar el conocimiento que sobre América se tenía en el viejo continente. Así, Boturini, Humboldt, Linati, Nebel, Catherwood, Lumholtz, Egenton y Billock dieron a conocer al mundo la más rica y diversificada información, insospechada hasta entonces. De estos personajes, William Bullock se distinguió por haber coleccionado numerosos atuendos indígenas mexicanos, que exhibió en Londres para admiración de la sociedad británica.
En contraste con la importancia que tiene en otros países, la etnografía sigue siendo en México la hermana fea de esa consentida nacional que es la arqueología, y ésa es tal vez la razón de lo escaso que resultan las buenas colecciones de textiles indígenas que se conservan en México. Los acervos oficiales, que por obvias razones debieran ser los mejores y más completos, a pesar del prestigio del que gozan, adolecen lagunas imperdonables sólo imputables a la indiferencia burocrática y, en ocasiones, al descuido de sus custodios.
Las colecciones privadas -algunas realmente extraordinarias- suelen formarse atendiendo un criterio particular, por lo que están restringidas a su especialización. De ahí que contar en México con una colección etnográfica debidamente cuidadosa y clasificada, cuya sección de textiles indígenas está constituida por más de 2000 piezas, es algo de lo que todo mexicano debe sentirse satisfecho y agradecido. ¿Pero cómo dio inicio este tesoro nacional?
Corría el año de 1947 y aquel viaje parecía no tener fin. Los caballos habían descendido lentamente hasta llegar a Apulco e iniciaban la lenta y peligrosa jornada por la ruta del “infiernillo”, bordeando la profunda barranca; el bosque tupido de coníferas había quedado atrás y, en su lugar, helechos gigantescos y liquidámbares no menores -salpicados aquí y allá por manchones de orquídeas -preludiaba el arribo de Cuetzalan, en la entonces casi inaccesible Sierra Norte del Estado de Puebla.
Ocho horas atrás, la familia Deutsch había salido de Zacapoaxtla para conocer uno de los mercados indígenas más extraordinarios de México. En el trayecto, mantos de neblina. A su paso Xocoyolo la tenue llovizna se convirtió en aguacero y así, empapados jinetes y monturas, llegaron al hotel Márquez, único lugar que en ese entonces ofrecía hospedaje a los contados visitantes que arribaban de vez en cuando a aquel hermoso poblado.
A la mañana siguiente sería domingo. Por las veredas que conducían al pueblo, los indígenas -impecablemente vestidos y cargos de las más diversas mercaderías- ofrecían un espectáculo que difícilmente se olvida. Poco a poco, la plaza principal se iba llenando de gente que compraba y vendía todo tipo de productos traídos desde las no tan distantes regiones aledañas a Papantla, en el Estado de Veracruz, e incluso desde los diferentes rincones de la Sierra.
Los dulces ojos azules de la joven Ruth, sorprendidos e incrédulos, acumulaban imágenes tan distantes de su natal Austria, que le pareció que todo aquello lo estaba soñando. Su cámara de cajón de formato 127, inseparable compañera de correrías, imprimía rostros y escenas que, por cierto, con los años formarían parte de una fototeca de más de 20,000 negativos. En la algarabía del mercado, en medio de la inmensa mayoría de hablantes de náhuatl, el idioma castellano apenas se escuchaba. ¿Amo ni cuelita, camisa niña? -¿No queremos una camisa, niña?-... Y ahí empezó su colección: dos blusas de lo más sencillas, bordadas con flores, procedentes de Nahuazontla. Aquella joven probablemente no tenía dinero para comprar otras prendas mejores. Aunque, por otro lado, todo lo que venía era sencillamente maravilloso.
A estas prendas pronto le siguieron fajas del Estado de México, servilletas del norte de Veracruz, huipiles oaxaqueños, rebozos de San Luis Potosí. Conforme Ruth viajaba y estudiaba, la colección crecía. Su inicial afición por lo mexicano se convirtió en especialización y la temprana amistad de María Teresa Pomar, Irmgard W. Johnson, Carletto Tobón y el matrimonio Cordry, contribuyó a enriquecer su conocimiento sobre el análisis de las técnicas textiles, los procesos de entintado y los diseños. Cada nuevo viaje era una búsqueda y -siempre- una nueva adquisición. A Cuetzalan ha regresado infinidad de veces: su colección cuenta con ejemplares que muestra la transformación que han venido sufriendo las prendas desde aquella primera visita. Pero éste no es un caso aislado, en semejantes condiciones se encuentran los textiles provenientes de otras regiones. Antes de concluir es obligatoria resaltar varios hechos: cuántas veces ha sido necesario que los alumnos de la Escuela Nacional de Antropología comprendan cabalmente el universo mágico que encierra el textil indígena, Ruth se ha prestado gustosa a que grupos numerosos de estudiantes visiten su casa para explicarles, con todo detalles, las prendas seleccionadas para ese efecto; tantas veces como algún proyecto de rescate debidamente fundamentado se ha topado con el frecuente “no hay presupuesto”, Ruth lo ha costeado gustosa; cuantas veces le hemos solicitado una o muchas prendas para difundir el conocimiento del arte textil indigena, Ruth las ha puesto a nuestra disposición sin condición alguna. De esta manera su colección cumple con su razón de existir.
Carlos Romero Giordano. Es maestro en antropología por la Universidad de la Sorbona. Dirige el Centro de Estudios Históricos de la Sierra Norte de Puebla y ha publicado Las manos de México y Moctezuma II.
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