04 / 11 / 24
La Muerte angelical
Luis Mario Schneider

Además de vestir como santos o arcángeles, fotografiar o pintar a los niños yacentes, una parte importante de los rituales usados para conjurar la tristeza de los parientes que se encuentran de pronto con “angelitos desertores” son los juguetes infantiles que se llevan a cabo en el “velorio de angelitos”. Malinalco, Estado de México, es uno de los pueblos donde siguen vivas esas costumbres rituales que un escritor aquí nos reseña.

La muerte, cuando ya se ha vivido, es una agradecida demanda de la humanidad. Insisto interrogando ¿qué sería del mundo?,¿a qué horizontes demoníacos arribaríamos si el hombre fuera eterno?. Pero hay una muerte cruel, aquella que degolló, que recorrido de una vida. Esa que mancilla los pasos, las acciones, los proyectos del mismo vivir, por qué no, también, esa que detuvo las templanzas necesarias, las desesperanzas que enrolan y armonizan las vivencias mismas.

El pueblo de México, quizá como el de ningún país del mundo, juega con la muerte hasta lo inaudito extremos de festejarla dulzona y gastronómica, incendiaria y bebediza. Hablo de ese pueblo ancestral y tradicional que nada tiene que ver con el culto ajeno, occidentalista, de los asépticos velatorios controladores de sentimiento. De esos que ausentan el alma de los deudos, que rechazan la espontánea convivialidad, esa atractiva tertulia popular entremezclada de decoraciones sorprendentes, de papeles coloridos, de charolas ofrendadoras de panes y café humeante, de licor y aguardiente. Asimismo, de desgarrantes quejidos que la amistad y el dolor arropan.

En el pueblo de Malinalco, a tan solo 110 kilómetros de la ciudad más grande del mundo, se vive la muerte angelical. La de esos infantes que bien el espiritismo declara en un cierre de ciclo, en su pago cabal de cuenta, o sobre la cual el cristianismo atempera la crueldad afirmando la necesidad de espíritus puros, de ángeles en el cielo, llamados y amados del Señor.

Cuando en Malinalco fallece un niño no hay rezos, los fatigados rosarios no se escuchan, si siquiera la reducida caja mortuoria hace la rigurosa visita a la parroquia como en los clásicos entierros de adultos. Con la casa dolida llena de flores, el patio del hogar parece burlarse de la atroz guadaña y algo similar a una ruidosa feria entremezcla sones de violines con el rasgar de guitarras. Lo más sorprendente son esas horas, a veces hasta 48, con gente que entra y sale y que viene más que a llorar, más que a condolerse, a contribuir, a festejar el tránsito celestial. Pasan en confusión los días y las noches escamoteados en perenne juego, aglutinamiento de hombres y mujeres, de ancianos y niños. Son los famosos participantes de los tradicionales juegos de la “muerte celestial” que, como los corifeos antiguos, aclaman el viaje.

Ahí está célebre retozo circular de La rata en el cual, sentados en petates, los voluntarios se cubren hasta la cintura con sarapes que ocultan el deambular de un paliacate que lleva anudada una piedra en una punta. Esa es la rata. El imprescindible y vigilante gato en veloz ronda trata de atraparla. Si lo logra, el sorprendido poseedor del pañuelo, además de recibir golpes por su torpeza, ocupa el lugar del gato. La rata es un juego sólo de hombre y una que otra mujer “atrabancada”.

Otra, de mucha aceptación es La cacería. En ella los varones en fila adoptan cada uno un nombre de animal mientras dos cazadores en armoniosa cantinela dialogan:

-Señor, señor… ¿adónde fue?

-Fui al monte

-En el monte… ¿qué cosa vio?

-La respuesta es el nombre de alguno de los animales presentes:

-Vi un coyote.

En ese momento el aludido emprende rápida carrera perseguido por los cazadores y al ser atrapado recibe “trancazos” y es excluido del juego.

Para La Llorona, juego de doce cartas, no hay sexo ni edades. Se hace un círculo para adivinar los naipes mientras se canta en forma de preguntas y respuestas.

-Ya me levanté muy tarde

-¿En qué tienes las malicias?

-A las cuatro de la mañana

El que tiene la carta con el número cuatro, si no está para responder, recibe como castigo una marca de tizne de un corcho quemado. El juego que dura horas, va exaltando el júbilo ante los rostros pintarrajeados.

Existen en Malinalco más de veinte juegos, pero entre los más exitosos están El florón, El ramo, San Bruno, El remolino y El gorrión.

Así gozan y despiden al “infantito” que, galardonado con las ropas a la usanza de algún santo -san Agustín, san José, san Francisco, santa Mónica, santa Teresa- reposan bajo el patio arqueado de ramas de granados enjoyadas de papel picado y flores. Después vendrá el acompañamiento al camposanto en medio de aires musicales que por lo general costea el padrino del muertito.

Luis Mario Schneider. Escritor e investigador, ha publicado los libros El estridentismo o una literatura de la estrategia; México y el surrealismo, Ruptura y continuidad de la literatura mexicana. Su novela La resurrección de Clotilde Goñi. Obtuvo el premio Xavier Villaurrutia. Actualmente es investigador en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la Universidad Nacional Autónoma de México y es miembro del Sistema Nacional de Investigaciones. Reside desde 1980 en Malinalco, Estado de México.

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