16 / 01 / 25
Lumbre que acompaña
Bulbul Sharma

Siempre hemos pensado que la pasión por los chiles es exclusivamente mexicana. Este ameno relato nos contradice. En la India se padece la misma afición u obsesión por esta especie singular. Habituadas a su sabor y a su lumbre de gozo, los indios experimentan una abstinencia incómoda cuando no cuentan con este apreciado alimento.

La mañana estaba nublada y húmeda el día en que mi madre aterrizó en Inglaterra, en 1965. Su mano derecha apretaba nerviosamente una bolsa de terciopelo rojo; contenía sus preciadas joyas de oro, sus collares de tulasi -madera de esa planta delicada que aleja la negatividad de los lugares donde reina la armonía- y seis chiles rojos.

Ahora casi cincuenta años después, me descubrió haciendo lo mismo. En mi equipaje hay cinco paquetes de chiles rojos secos junto con una masala y un panch phoran casera. Los perros olfateadores me miran con recelo, pero se alejan por los pasillos del aeropuerto, ya que no están seguros de lo que significa este aroma de especias fascinantes que les hace sentir costillas en la nariz.

Como buena india, soy adicta a los chiles y no puedo prescindir de ellos. En la India no hay problema, pues cuando compras verduras en el mercado te regalan chiles verdes junto con un montón de cilantro fresco, pero cuando viajas al extranjero, el panorama se vuelve lúgubre. Yo puedo aguantar hasta tres días sin probar un chile verde, pero después de eso me vuelvo loca buscando cualquier cosa que me produzca la misma euforia. Al principio pensé que se trataba de un rasgo familiar restringido sólo a nuestro clan, pero gradualmente me di cuenta de que hay centenares de compatriotas que sufren síntomas de abstinencia cuando se encuentran en algún lugar donde es imposible encontrar chiles rojos o verdes. Con los años he hecho migas con las personas más desagradables; lo único que nos conecta es nuestra búsqueda implacable de una dosis de chile.

-¿A ustedes no les queda alguno?

-Me susurra el gerente de un banco al oído. No le hago caso.

-A mí sólo me queda la mitad.

-Tercia un profesor mucho más generoso que yo, mientras busca en el fondo de su portafolio-, pero puedo partirla en tres.

Mis aventuras con el chile empezaron cuando yo era estudiante en Moscú, durante el desolado período soviético. La única verdura que uno veía allá era el símbolo del orgullo de la clase obrera: la humilde col. Todos los días tanto para almorzar como para la cena, nos servían enormes coles, pálidas y translúcidas como el jade, del tamaño de una pelota de fútbol, ya fuera hervidas, horneadas con manteca de cerdo o asadas hasta quedar crujientes. El plato asado fue el mejor, ya que las cenizas desvanecían el sabor de la col, especialmente si se le agregaba mucha sal y pimienta. Un poco de ketchup habría ayudado, pero eran los días en que los rusos odiaban todas las cosas norteamericanas y ketchup era una mala palabra y uno podía ser mutilado por pronunciarla.

Mientras comía esa ofrenda quemada que la fértil tierra de la Madre Rusia había producido, recordaba el plano de col ver que mi abuela preparaba, cortando tiras muy finas, acompañado de puri caliente, esos panes de masa de atta, agua y sal semejante a las tortillas mexicanas. Las lágrimas me rodaban por las mejillas al recordar el solitario chile verde que mi abuela colocaba encima de la deliciosa col como una pequeña esmeralda destellante en la punta de una corona. Mis compañeros pensaron que lloraba porque la col soviética me gustaba mucho y generosamente me ponían más en mi plano. Entonces, un día, les dije la verdad.

-¿Chiles…? ¿Quieres chiles? -Preguntó mi compañera de cuarto, una hermosa niña de ojos oscuros de Georgia-. Te traeré unos cuantos. Mi abuela los cultiva en la koljós [una granja colectiva]. No está permitido, pero de todos modos los cultiva.

A Elena le tomó un buen tiempo ponerse en contacto con su abuela, ya que en su pueblo no había teléfono y los servicios postales eran erráticos. Sin embargo, un día, justo cuando ya había abandonado toda esperanza, llegó un pequeño paquete. La directora del albergue, una mujer gigantesca con bigote negro y ojos irascibles, llamó a Elena a su oficina. Ella me pidió que la acompañara para brindarle apoyo moral.

-¿Qué hay en este paquete? -Gruño nuestra directora mirando a Elena. Luego volvió el rostro hacía mí con una sonrisa feroz; parecía el lobo del cuento con las ropas de la abuela. De muy arriba les habían dado instrucciones para ser muy corteses con los estudiantes extranjeros.

-Chiles, camarada Galina Petrovna- dijo Elena.

-¿Chiles? ¿De dónde? ¿Sabes que la comida del extranjero está prohibida?

-Son de la koljós donde trabaja mi abuela. Quiero mostrarle a mi amiga de la India que podemos cultivar lo que queremos -dijo Elena, pensando bien lo que decía.

Hubo una breve pausa mientras la directora desataba el paquete, arrancaba el papel marrón con sus enormes dedos y cortaba la cuerda con los dientes. Allí, sobre la mesa de plástico blanca, yacían diez chiles: cuatro rojos y seis verdes. Había viajado todo el camino desde Georgia en tren, luego en furgoneta hasta nuestro albergue, de un extremo a otro de la poderosa Unión Soviética, pero parecían tan frescos como si los acabaran de cortar.

La directora se encogió de hombros y nos dejó ir. Corrimos a nuestra habitación y me senté en mi escritorio, tomé un paquete de galletas saladas y comí un chile verde entero mientras mi amiga me observaba, sonriendo como una orgullosa mamá pato que mira a su patito mordisquear una hebra de hierba. Mi siguiente viaje al extranjero fue a Francia en 2005. Esta vez me llevé una bolsa de chiles conmigo. No era una bonita bolsa de terciopelo como la que mi madre había llevado, sino una simple bolsa de plástico que mantendría los chiles frescos. Iba a pasar diez días allí, así que doce chiles bastarían si los racionaba estrictamente. Pronto me di cuenta de que no era fácil introducir chiles en un elegante restaurante parisino. Los meseros tienen ojos tan aguzados como las águilas pescadoras y pueden detectar desde lejos la más pequeña mota de sustancia desconocida que haya en nuestro plato.

-¿Qué es eso? -dijo mientras olisqueaba y señalaba el inocente chile verde que yacía a la orilla de mi plato.

Todos mis compañeros de mesa dejaron de hablar y me miraron.

-Un chile- tartamudeé. “No voy a dejarme intimidar por un camarero francés”, pensé, y recordé a mi bisabuela benjalí que había viajado a Shimla en 1920, enfrentando a la policía imperial británica que era extremadamente desconfiada de los viajeros nativos y de la variedad. Le tiraron sus tarros de pepinillos y si garam masala.

Seguramente mi abuela debe haber llevado una bolsa de chiles rojos con ella.

-Hoy martes 12 de julio. Los indios tenemos que comer un chile verde en este día tan auspicioso- dije, agradecida de que no hubiera otros indios sentados en nuestra mesa.

Hoy puedo comer comida francesa con chiles verdes o rojos abiertamente y nadie levanta la ceja. De hecho, mis amigos preguntan a menudo si pueden probarlos y tengo que ofrecerles uno a regañadientes. Los franceses han recurrido un largo camino y ahora incluso ofrecen ostras frescas con chile y ajo.

Bulbul Sharma. Escritora y artista. radicada en Delhi, India. Sus obras son parte de la colección de la Galería Nacional de Artes Moderno de la India. Ha publicado diversos libros entre los que destacan My Sainted Aunts, The Perfect Woman, Anger of Aubergines. Así como sus libros para niños: Fabled Books of Gods and Demons, The Children´s Ramayana. Dirige talleres de pintura y narración de cuentos para niños con necesidades especiales y es miembro fundador de Sannidha, una Organización no Gubernamental (ONG) que trabaja en las escuelas de las comunidades de Himachal Pradesh.

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