Este excepcional historiador nos ofrece algunos antecedentes de los vínculos que confluyeron entre la patrona de Extremadura y la veneración de Tonantzin en el Tepeyac, un testimonio del encuentro creativo entre los españoles y los pueblos indígenas.
Como en otras muchas cosas, en la veneración a la Virgen de Guadalupe de México convergieron, desde un principio, antecedentes indígenas prehispánicos y otros procedentes de España, sobre todo de Extremadura. Ambos guardan estrecha relación con dos concepciones muy distintas del tiempo y espacio sagrado.
En el caso de los antecedentes extremeños, sobresale el nombre de Guadalupe, que es el de una imagen muy venerada en el pueblo de ese nombre, provincia de Cáceres. También se encuentra el hecho de que había no pocos extremeños entre los conquistadores que la tenían como patrona y le concedían culto muy especial. Si bien se trata de una Virgen de bulto con atavíos frecuentes en otras imágenes españolas de la Virgen María, en el coro del mismo santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, hay otra escultura que ostenta rasgos muy semejantes a los de la imagen pintada que existe en México. Estudiosos de la historia del arte se han ocupado de mostrar tales semejanzas. Otro elemento es el de origen del culto. De modo parecido a otras mariofanías (relatos sobre apariciones de la Virgen María), también la de Guadalupe de Extremadura, según se refiere, se originó con la participación de una persona humilde a la que la Virgen manifestó su deseo de ser venerada en ese sitio, desde el cual favorecía con toda suerte de mercedes a sus fieles. Ese lugar, centro de peregrinaciones, se convirtió en un espacio sagrado a partir de que la Virgen extremeña comenzó a ser adorada.
En cuanto al tiempo y espacio sagrado de la Virgen que se afirma, apareció el Tepeyac, hay precedentes que merecen particular atención. Uno es que en el lugar donde se mostró, Tonantzin, “Nuestra reverenciada Madre”, era venerada. Ahí concurría gran número de gente. De este habla con bastante detenimiento fray Bernardino de Sahagún en la Historia general de las cosas de Nueva España.
Por otra parte, esa Virgen, que no se llamó Nuestra Señora del Tepeyac, por el nombre del cerro donde se manifestó, sino de Guadalupe, se relaciona por ello con el culto religioso a la Virgen extremeña. Hay otro hecho: el vínculo de la Virgen mexicana con la de Extremadura fue percibido desde temprana fecha por los monjes jerónimos que tenían a su cargo el santuario español de Guadalupe. Ellos, según consta por las cartas conservadas en el Archivo de Indias, de 1574, estaban enterados del culto que existía en México dirigido a una imagen con el mismo nombre de Guadalupe (AGN, Bienes Nacionales, vol. 78, expediente 2). Los dichos jerónimos enviaron a uno de ellos para obtener limosnas como compensación por el culto que, según pensaban, se dirigía a la Virgen extremeña. Estas correspondencias entre las Vírgenes de México y Extremadura merecen particular atención.
¿Por qué se le llama Guadalupe a la imagen que se había aparecido en el Tepeyac? Hay que señalar que aquel cerro –donde, según la tradición, se apareció la Virgen a un hombre sencillo llamado Juan Diego– forma parte de una sierra que recibió el nombre de Guadalupe poco después de la Conquista. Al parecer, un conquistador extremeño adjudicó tal denominación al ámbito cercano a dicho cerro. Cabe mencionar que varias actas de cabildos de la ciudad señalan el nombre de Guadalupe otorgado ya a esta sierra en fecha temprana. Por esta razón, al iniciarse el culto guadalupano se comenzó a hablar de la Virgen de Guadalupe y no de la Virgen del Tepeyac, como ocurrió en otros casos, entre ellos el de la Virgen de Lourdes o de la Virgen de Fátima.
Según parece, así nació la relación entre la Virgen mexicana y la venerada en el pueblo de Guadalupe de Extremadura. El nombre se popularizó desde un principio debido al creciente culto que se rendía a la imagen mexicana reverenciada en el contexto geográfico de la Sierra de Guadalupe. Fray Bernardino de Sahagún refiere en el apéndice del Libro XI de su Historia que “en este lugar que se nombraba Tepeyac tenían un templo dedicado a la madre de los dioses que la llamaban Tonantzin, que quiere decir “Nuestra Madre”, allí hacían muchos sacrificios a honra de esta diosa. Y venían a ellos de más de veinte lenguas de todas las comarcas de México y traían muchas ofrendas. Venían hombres y mujeres, mozos y mozas a estas fiestas. Era grande el concurso de gente en esos días y todos decían, vamos a la fiesta de Tonantzin. Y ahora que está ahí edificada la iglesia de Nuestra señora Guadalupe, también ahí la llaman Tonantzin”. Después de recordar el origen del nombre de Guadalupe, importa hurgar en el contexto de la tradición religiosa indígena.
El creciente culto que comenzó a adquirir la Virgen mexicana entre la población indígena no fue por el nombre, sino por los atributos que se confieren a la imagen mexicana, los cuales se relacionan con los relatos difundidos acerca de las apariciones que, según se creía, habían tenido lugar. Ha interesado mucho tanto a los aparicionistas como a los llamados antiaparicionistas precisar la antigüedad del culto guadalupano en México. Se ha hablado de una ausencia de testimonios de temprana fecha, y ha habido también quienes aducen que las apariciones tuvieron lugar desde la década de 1530.
Existen algunos conjuntos testimoniales en favor de una fecha temprana. Unos son las menciones acerca de la edificación de una ermita en el Tepeyac en la primera mitad del siglo XVI. Un ejemplo lo ofrece el Mapa de México-Tenochtitlan y sus contornos hacia 1550, conservado en la Biblioteca de la Universidad de Uppsala, en Suecia, en el que se registra tal edificación.
Otros testimonios provienen de las informaciones realizadas por órdenes del arzobispo de México, el dominico fray Alonso de Montúfar. Disgustado por el sermón pronunciado por fray Francisco de Bustamante, superior de los franciscanos que criticó duramente el culto guadalupano, en 1556, promovió una serie de pesquisas en torno a su origen y significado. En esa indagación, se obtuvo buen número de relatos, todos favorables, entre ellos el del catalán Juan Messeguer, quien dijo que el nuevo culto que se rendía a la Virgen en la ermita edificada en el cerro del Tepeyac le recordaba el que realizaba en honor a la Virgen de Montserrat en Cataluña.
Otro conjunto testimonial lo construyen varios testamentos en náhuatl en los que se heredaban imágenes de la Virgen de Guadalupe a parientes. Entre los relatos de las apariciones sobresale particularmente el escrito atribuido a Antonio Valeriano, de Azcapotzalco –uno de los principales discípulos y colaboradores de fray Bernardino de Sahagún–, conocido con el nombre de Nican mopahua, “Aquí se relata…” Fue publicado y difundido por el bachiller Luis Lasso de la Vega en México en 1649. Entre otros historiadores, Ernest Burrus y Edmundo O’Gorman han creído encontrar razones en apoyo de la autoría de Antonio Valeriano y lo han situado en fecha relativamente cercana a la búsqueda realizada por Montúfar. Puede decirse que en este relato quedó reflejada la tradición tocante a las apariciones que, se decía, había realizado la Virgen María, consignando la secuencia de éstas con una serie de atributos que vinculan el culto guadalupano con antiguas tradiciones religiosas indígenas.
Miguel León-Portilla. Es uno de los historiadores más importantes de México. Desde hace más de 50 años es profesor e investigador de la Lengua y de la historia, así como de El Colegio Nacional. Ha recibido los premios Bartolomé de las Casas y Marcelino Menéndez y Pelayo, en España, y 25 doctorados honoris causa en diversas universidades del mundo.
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