Los dos retratos clásicos de Juana Inés de la Cruz son los realizados por Miguel Cabrera y Juan de Miranda. En torno a ellos el escritor Héctor Perea hace un análisis comparativo que nos induce a presentir a otra sor Juana, “la enorme poeta, la erudita, la sor Juana implacable”.
Existen dos retratos muy conocidos de sor Juana Inés de la Cruz: uno realizado por Juan de Miranda, presuntamente en 1713, y otro por Miguel Cabrera en 1750. Las diferencias entre ambos son claras aunque de muy distinto tono. Antes de analizarlas habría que considerar que los dos pintores pudieron basarse en algunas fuentes comunes, como las dos obras al óleo, una anónima y otra, de aceptar que sor Juana también practicó la pintura, inspirada quizá en autorretrato, reproducidas en las Obras completas que prepara el padre Alfonso Méndez Plancarte, así como un grabado de Lucas de Valdés que ilustró el segundo volumen de las obras en la edición de Sevilla de 1692.
Octavio Paz escribe en su libro Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe que tanto el cuadro de Cabrera como el atribuido a Miranda son los mejores retratos que se conservan de la monja, si bien el de Cabrera resultaría ser, según Paz, “una copia del pintado por Miranda”. En su ensayo Paz explica el significado que tenía por entonces las expresiones “copia” y “copia del natural” en la Nueva España, y concluye que Juan de Miranda podría haber empleado como modelo de su obra a la propia sor Juana, y por lo mismo ser ésta la obra base de las demás versiones. También deduce que no sería descabellado pensar que la propia religiosa, aficionada a las letras, a la música, a la erudición y a muchas otras cosas, bien pudo ser la autora del supuesto autorretrato y de diversas obras plásticas hoy no atribuidas a su mano.
Si uno observa el retrato de la monja en todas las versiones al óleo, así como algunos detalles del cuerpo y de la vestimenta, la propuesta de Paz que califica la versión de Cabrera como “una copia” de la pintura de Miranda resultaría precisa, sobre todo en lo relacionado con un aspecto muy concreto y fundamental que mencionaré más adelante. Sin embargo, en un sentido estricto tanto el cuadro de Miranda frente a los de sus predecesores o contemporáneos, como el de Cabrera ante el que aquél, contienen suficientes elementos originales, señalados en parte por el poeta, para matizar la idea sobre el carácter y vida de sor Juana que cada pintor se propuso sugerir o recuperar.
En los óleos anónimos reproducidos en las Obras completas, lo mismo que en la versión de la Gioconda conservada en el Museo del Prado, se emplea un fondo oscuro para resaltar la figura humana. Por el contrario, los retratos de Miranda y Cabrera presentan, igual que el cuadro de Leonardo expuesto en el Louvre, un trasfondo visual pletórico de datos significativos en relación con el temperamento del personaje que motivó el retrato.
Paz describe y desentraña a sor Juana en estas dos excelentes obras del barroco virreinal que él considera “teatrales”. Afirma que Juana Inés, rodeada por sus libros como si se tratase de nubes mitológicas, “no evoca a la religión sino a la elegancia”. Ambas versiones muestran y a la vez ocultan a la monja, la presentan como “la imagen ambigua de la seducción y el desengaño”. Para el escritor, estos dos retratos son casi uno solo. En relación con él agrega: “En las dos versiones de su retrato, por más diversos que hayan sido los artistas que los pintaron, hay una oscilación entre la representación y la reserva”. Miranda y Cabrera aportaron algunos datos extraídos de la biografía del padre Calleja, fundamentales para el conocimiento intelectual de Juana Inés. Su gusto por las obras de san Jerónimo y del padre Atanasio Kircher, por ejemplo, está presente en los cantos de sus libros; el interés por la ciencia, en los libros del mismo Kircher, pero también en la representación del reloj, el frasco de laboratorio y la fórmula que éste aprisiona y deja flotar como un estandarte; la pasión por la escritura, en el poema recién escrito. En estos últimos detalles comienzan a manifestarse, sin embargo, las grandes diferencias de enfoque entre Miranda y Cabrera.
Ambas pinturas presentan matices de distinta gradación, tanto en el fondo del retrato como en la figura de la monja. En la obra de Miranda, la poeta aparece de pie sosteniendo una pluma sobre la página ya concluida del soneto titulado “Verde embeleso de la vida humana”. La actitud es tensa. En ambos cuadros, sor Juana lleva en el pecho el llamado pectoral de monja, que en ese entonces se hacía en cuero, vidrio o lámina de cobre pintados al óleo. Ese pectoral, muy grande para su cuerpo como era la usanza, reproduce la escena de la Anunciación. Es la misma que presumen, en una composición muy similar, las cuatro pinturas sobre la monja, ¿y no serán reproducciones de alguna de las obras perdidas de la propia sor Juana?. La versión de Cabrera muestra como primera diferencia respecto del cuadro de su predecesor el pintar a la monja sentada y no de pie. También, y por lo mismo, sor Juana figura aquí en actitud relajada, con la mano puesta no sobre la hoja recién escrita sino sobre un libro impreso a dos columnas, abierto y en proceso de lectura: las obras de san Jerónimo, según Luis González Obregón.
Quisiera arriesgar algunas interpretaciones sugeridas por la representación que Miranda y Cabrera hicieron de sor Juana. En el primer boceto biográfico y visual de la superior del convento de san Jerónimo, pareciera que Miranda “cogió en falta” a la religiosa en el instante preciso en que finaliza el proceso de la creación, cuando el rostro refleja asombro, inquietud, nerviosismo; reacciones sugeridas obviamente de la creación proveniente del talento, el juego y la ironía, que poco tiene que ver con el fervor religioso.
Cabrera, por el contrario, ve en la lectura ese otro proceso que tanto apasionó a la monja, el de la inmersión en el conocimiento, el rostro de la calma. Pese a estas diferencias, ninguna de las dos expresiones trasluce una actitud de sumisión o de comunión mística. Sor Juana es, en ambos casos, sólo Inés: la mujer brillante y consciente de su talento, que se sabía en la plenitud de la fama.
Entre los aspectos plástico y escenográfico hay algunas variaciones de mayor sutileza que otras. En el cuadro de 1713, la mano izquierda de Juana Inés toma el rosario de forma natural y sin demasiado cuidado. La mano es regordeta, fea. En el retrato de Cabrera la religiosa es, sin duda alguna, la gran sor Juana Inés de la Cruz. Sus dedos sostienen con elegancia el rosario, dibujado al mismo tiempo una curva cerrada y llena de carácter.
Esta sobriedad se halla reflejada en el orden de los libros y objetos que sirven al oaxaqueño para conformar el telón de fondo de esa celda, más bien una valiosísima biblioteca, lo que en realidad era: un acervo de cuatro mil volúmenes, un santuario del conocimiento y, sólo por convención, de la piedad.
Por el contrario, el librero que cumple las funciones de escenario en el óleo de Miranda aparece en medio de un desorden evidente.
¿Sería este último el verdadero contexto, el más adecuado para la creación, y el otro, aquel imaginado por Cabrera, el de la erudición y, ante todo, la seguridad que le ha dado la fama? Quizá sólo son dos puntos de vista, dos gustos estéticos. El hecho es que aun señalando todas estas variantes entre uno y otro óleo, se no ha vislumbrado la diferencia más profunda que, en el fondo, resulta ser la comunión inesperada entre las dos versiones.
El detalle plástico, en el cuadro de Miranda, más aproximado a lo que se calificó como “fiel copia de la insigne muger que lo fue”, se encuentra en el acercamiento al rostro de Juana Inés de la Cruz.
Miranda y Cabrera interpretaron la belleza de la religiosa de forma distinta. Para el primero ésta se hallaba en la expresión inquieta, ambigua y siempre joven de la mujer. Cabrera, por el contrario, nos presentó un rostro sereno, seguro: la imagen paradójica del que lo sabe casi todo y, por la misma razón, reconoce que nunca sabrá lo suficiente.
La gran cercanía entre los cuadros, así como la profundidad y casi imperceptible divergencia entre ambos, está en la mirada. Los ojos de sor Juana aparecen en las dos versiones, al igual que en las obras anónimas, marcados por un discreto aunque claro estrabismo. Es gracias a esta pequeña desviación ocular que la mirada de Inés refleja, en cada uno de los dos retratos, su condición plural.
La religiosa, la poeta, la erudita aparece dividida en las copias al óleo, como ocurrió durante su vida de aprendizaje y creación. Las versiones de Miranda y Cabrera no intentan simbolizar a una sola sor Juana. Y quizá tampoco, de no haber existido ambos retratos, hubieran dado cuerpo a una sola sor Juana Inés de la Cruz.
En el lienzo de Miranda, el costado izquierdo de sor Juana, visto el rostro de frente y tapada la otra mitad, será el de la mirada inquieta, la de la mujer que hacia el final de su vida se llenó de dudas y de culpa. El costado derecho es el de la serenidad. Cabrera representó a la mujer de incomparable belleza física en la mitad derecha de su rostro. Desde ese ángulo la enorme poeta, la erudita, la sor Juana implacable levanta apenas la ceja para fulminar con su ojo único a los que seguimos juzgándola a partir de los misterios que nos obsequian y ocultan, en un juego oscilante, estas copias del natural.
Héctor Perea. Narrador y ensayista mexicano, ha publicado Imágenes rotas, 1980, La caricia de las formas. Alfonso Reyes y el cine, 1988, De surcos como trazos. Cuento mexicano finisecular, 1993 y Nuestras naves Mexicanos en España, entre otros libros.
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